Había una vez una rana que quería ser una rana auténtica, y todos
los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente
buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras
no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y
guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba
en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a
desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la
aprobaban y reconocían que era una rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo,
especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a
saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la
aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier
cosa para lograr que la consideraran una rana auténtica, se dejaba arrancar
las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con
amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.
FIN
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