Este artículo de Mario Vargas Llosa es del año 2008, pero me parece plenamente vigente. Y aunque no comparto muchas de las opiniones políticas del autor, este análisis me parece excelente.
La
creciente banalización del arte y la literatura, el triunfo del amarillismo en
la prensa y la frivolidad de la política son síntomas de un mal mayor que
aqueja a la sociedad contemporánea: la suicida idea de que el único fin de la
vida es pasársela bien. Como buen espíritu incómodo, Vargas Llosa nos entrega
una durísima radiografía de nuestro tiempo.
Claudio
Pérez, enviado especial de El
País a Nueva York para
informar sobre la crisis financiera, escribe, en su crónica del viernes 19 de
septiembre de 2008: “Los tabloides de Nueva York van como locos buscando un broker que se arroje al vacío desde uno de
los imponentes rascacielos que albergan los grandes bancos de inversión, los
ídolos caídos que el huracán financiero va convirtiendo en cenizas.” Retengamos
un momento esta imagen en la memoria: una muchedumbre de fotógrafos, de paparazzi, avizorando las
alturas, con las cámaras listas, para capturar al primer suicida que dé
encarnación gráfica, dramática y espectacular a la hecatombe financiera que ha
volatilizado billones de dólares y hundido en la ruina a grandes empresas e
innumerables ciudadanos. No creo que haya una imagen que resuma mejor el tema
de mi charla: la civilización del espectáculo.
Me
parece que esta es la mejor manera de definir la civilización de nuestro
tiempo, que comparten los países occidentales, los que, sin serlo, han
alcanzado altos niveles de desarrollo en Asia, y muchos del llamado Tercer
Mundo.
¿Qué
quiero decir con civilización del espectáculo? La de un mundo en el que el
primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, donde
divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal. Este ideal de
vida es perfectamente legítimo, sin duda. Sólo un puritano fanático podría
reprochar a los miembros de una sociedad que quieran dar solaz, esparcimiento,
humor y diversión a unas vidas encuadradas por lo general en rutinas deprimentes
y a veces embrutecedoras. Pero convertir esa natural propensión a pasarlo bien
en un valor supremo tiene consecuencias a veces inesperadas. Entre ellas la
banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad, y, en el campo
específico de la información, la
proliferación del periodismo irresponsable, el que se alimenta de la
chismografía y el escándalo.
¿Qué
ha hecho que Occidente haya ido deslizándose hacia la civilización del
espectáculo? El bienestar que siguió a los años de privaciones de la Segunda
Guerra Mundial y la escasez de los primeros años de la posguerra. Luego de esa
etapa durísima, siguió un periodo de extraordinario desarrollo económico. En
todas las sociedades democráticas y liberales de Europa y América del Norte las
clases medias crecieron como la espuma, se intensificó la movilidad social y se
produjo, al mismo tiempo, una notable apertura de los parámetros morales,
empezando por la vida sexual, tradicionalmente frenada por las iglesias y el
laicismo pacato de las organizaciones políticas, tanto de derecha como de
izquierda. El bienestar, la libertad de costumbres y el espacio creciente
ocupado por el ocio en el mundo desarrollado constituyó un estímulo notable
para que proliferaran como nunca antes las industrias del entretenimiento,
promovidas por la publicidad, madre y maestra mágica de nuestro tiempo. De este
modo, sistemático y a la vez insensible, divertirse, no aburrirse, evitar lo
que perturba, preocupa y angustia, pasó a ser, para sectores sociales cada vez
más amplios, de la cúspide a la base de la pirámide social, un mandato
generacional, eso que Ortega y Gasset llamaba “el espíritu de nuestro tiempo”,
el dios sabroso, regalón y frívolo al que todos, sabiéndolo o no, rendimos
pleitesía desde hace por lo menos medio siglo, y cada día más.
Otro
factor, no menos importante, para la forja de la civilización del espectáculo
ha sido la democratización de la cultura. Se trata de un fenómeno altamente
positivo, sin duda, que nació de una voluntad altruista: que la cultura no
podía seguir siendo el patrimonio de una élite, que una sociedad liberal y
democrática tenía la obligación moral de poner la cultura al alcance de todos,
mediante la educación, pero también la promoción y subvención de las artes, las
letras y todas las manifestaciones culturales. Esta loable filosofía ha tenido
en muchos casos el indeseado efecto de la trivialización y adocenamiento de la
vida cultural, donde cierto facilismo formal y la superficialidad de los
contenidos de los productos culturales se justificaban en razón del propósito
cívico de llegar al mayor número de usuarios. La cantidad a expensas de la
calidad. Este criterio, proclive a las peores demagogias en el dominio
político, en el cultural ha causado reverberaciones imprevistas, entre ellas la
desaparición de la alta cultura, obligatoriamente minoritaria por la
complejidad y a veces hermetismo de sus claves y códigos, y la masificación de
la idea misma de cultura. Esta ha pasado ahora a tener casi exclusivamente la
acepción que ella adopta en el discurso antropológico, es decir, la cultura son
todas las manifestaciones de la vida de una comunidad: su lengua, sus
creencias, sus usos y costumbres, su indumentaria, sus técnicas, y, en suma,
todo lo que en ella se practica, evita, respeta y abomina. Cuando la idea de la
cultura torna a ser una amalgama semejante es poco menos que inevitable que
ella pueda llegar a ser entendida, apenas, como una manera divertida de pasar
el tiempo. Desde luego que la cultura puede ser también eso, pero si termina
por ser sólo eso se desnaturaliza y se deprecia: todo lo que forma parte de
ella se iguala y uniformiza al extremo de que una ópera de Wagner, la filosofía
de Kant, un concierto de los Rolling Stones y una función del Cirque du Soleil
se equivalen.
No es
por eso extraño que la literatura más representativa de nuestra época sea la
literatura light, es
decir, leve, ligera, fácil, una literatura que sin el menor rubor se propone
ante todo y sobre todo (y casi exclusivamente) divertir. Atención, no condeno ni
mucho menos a los autores de esa literatura entretenida pues hay, entre ellos,
pese a la levedad de sus textos, verdaderos talentos, como –para citar sólo a
los mejores– Julian Barnes, Milan Kundera, Paul Auster o Haruki Murakami. Si en
nuestra época no se emprenden aventuras literarias tan osadas como las de
Joyce, Thomas Mann, Faulkner y Proust no es solamente en razón de los
escritores; lo es, también, porque la cultura en que vivimos no propicia, más
bien desanima, esos esfuerzos denodados que culminan en obras que exigen del
lector una concentración intelectual casi tan intensa como la que las hizo
posible. Los lectores de hoy quieren libros fácilmente asimilables, que los
entretengan, y esa demanda ejerce una presión que se vuelve un poderoso incentivo
para los creadores.
Tampoco
es casual que la crítica haya poco menos que desaparecido en nuestros medios de
información y que se haya refugiado en esos conventos de clausura que son las
Facultades de Humanidades y, en especial, los Departamentos de Filología, cuyos
estudios son sólo accesibles a los especialistas. Es verdad que los diarios y
revistas más serios publican todavía reseñas de libros, de exposiciones y
conciertos, pero ¿alguien lee a esos paladines solitarios que tratan de poner
cierto orden jerárquico en esa selva y ese caos en que se ha convertido la
oferta cultural de nuestros días? Lo cierto es que la crítica, que en la época
de nuestros abuelos y bisabuelos desempeñaba un papel central en el mundo de la
cultura porque asesoraba a los ciudadanos en la difícil tarea de juzgar lo que
oían, veían y leían, hoy es una especie en extinción a la que nadie hace caso,
salvo cuando se convierte también ella en diversión y en espectáculo.
La
literatura light, como el
cine light y el arte light, da la impresión cómoda
al lector, y al espectador, de ser culto, revolucionario, moderno, y de estar a
la vanguardia, con el mínimo esfuerzo intelectual. De este modo, esa cultura
que se pretende avanzada y rupturista, en verdad propaga el conformismo a
través de sus manifestaciones peores: la complacencia y la autosatisfacción.
En
la civilización del espectáculo es normal y casi obligatorio que la cocina y la
moda ocupen buena parte de las secciones dedicadas a la cultura y que los
“chefs” y los “modistos” y “modistas” tengan en nuestros días el protagonismo
que antes tenían los científicos, los compositores y los filósofos. Los
hornillos y los fogones y las pasarelas se confunden dentro de las coordenadas
culturales de la época con los libros, los conciertos, los laboratorios y las
óperas, así como las estrellas de la televisión ejercen una influencia sobre
las costumbres, los gustos y las modas que antes tenían los profesores, los
pensadores y (antes todavía) los teólogos. Hace medio siglo, probablemente en
Estados Unidos era un Edmund Wilson, en sus artículos de The New Yorker o The
New Republic, quien decidía el fracaso o el éxito de un libro de poemas,
una novela o un ensayo. Hoy son los programas televisivos de Oprah Winfrey. No
digo que esté mal que sea así. Digo simplemente que es así.
El
vacío dejado por la desaparición de la crítica ha permitido que,
insensiblemente, lo haya llenado la publicidad, convirtiéndose esta en nuestros
días no sólo en parte constitutiva de la vida cultural sino en su vector determinante.
La publicidad ejerce una influencia decisiva en los gustos, la sensibilidad, la
imaginación y las costumbres y de este modo la función que antes tenían, en
este campo, los sistemas filosóficos, las creencias religiosas, las ideologías
y doctrinas y aquellos mentores que en Francia se conocía como los mandarines
de una época, hoy la cumplen los anónimos “creativos” de las agencias
publicitarias. Era en cierta forma obligatorio que así ocurriera a partir del
momento en que la obra literaria y artística pasó a ser considerada un producto
comercial que jugaba su supervivencia o su extinción nada más y nada menos que
en los vaivenes del mercado. Cuando una cultura ha relegado al desván de las
cosas pasadas de moda el ejercicio de pensar y sustituido las ideas por las
imágenes, los productos literarios y artísticos pasan a ser promovidos, y
aceptados o rechazados, por las técnicas publicitarias y los reflejos
condicionados en un público que carece de defensas intelectuales y sensibles
para detectar los contrabandos y las extorsiones de que es víctima. Por ese
camino, los esperpentos indumentarios que un John Galliano hace desfilar en las
pasarelas de París o los experimentos de la nouvelle
cuisine alcanzan el estatuto
de ciudadanos honorarios de la alta cultura.
Este
estado de cosas ha impulsado la exaltación de la música hasta convertirla en el
signo de identidad de las nuevas generaciones en el mundo entero. Las bandas y
los cantantes de moda congregan multitudes que desbordan todos los escenarios
en conciertos que son, como las fiestas paganas dionisíacas que en la Grecia
clásica celebraban la irracionalidad, ceremonias colectivas de desenfreno y
catarsis, de culto a los instintos, las pasiones y la sinrazón. No es forzado
equiparar estas celebraciones a las grandes festividades populares de índole
religiosa de antaño: en ellas se vuelca, secularizado, ese espíritu religioso
que, en sintonía con el sesgo vocacional de la época, ha reemplazado la
liturgia y los catecismos de las religiones tradicionales por esas
manifestaciones de misticismo musical en las que, al compás de unas voces e
instrumentos enardecidos que los parlantes amplifican hasta lo inaudito, el
individuo se desindividualiza, se vuelve masa y de una inconsciente manera
regresa a los tiempos primitivos de la magia y la tribu. Ese es el modo
contemporáneo, mucho más divertido por cierto, de alcanzar aquel éxtasis que
Santa Teresa o San Juan de la Cruz alcanzaban a través del ascetismo y la fe.
En el concierto multitudinario los jóvenes de hoy comulgan, se confiesan, se
redimen, se realizan y gozan de esa manera intensa y elemental que es el olvido
de sí mismos.
La
masificación es otro dato, junto con la frivolidad, de la cultura de nuestro
tiempo. En este los deportes han alcanzado una importancia que en el pasado
sólo tuvieron en la antigua Grecia. Para Platón, Sócrates, Aristóteles y demás
frecuentadores de la Academia, el cultivo del cuerpo era simultáneo y
complementario del cultivo del espíritu, pues se creía que ambos se enriquecían
mutuamente. La diferencia con nuestra época es que ahora, por lo general, la
práctica de los deportes se hace a expensas y en lugar del trabajo intelectual.
Entre los deportes, ninguno descuella tanto como el futbol, fenómeno de masas
que, al igual que los conciertos de música moderna, congrega muchedumbres y las
enardece más que ninguna otra movilización ciudadana: mítines políticos,
procesiones religiosas o convocatorias cívicas. Un partido de futbol puede ser
desde luego para los aficionados –y yo soy uno de ellos– un espectáculo
estupendo, de destreza y armonía del conjunto y de lucimiento individual que
entusiasma y subyuga al espectador. Pero, en nuestros días, los grandes
partidos de futbol sirven sobre todo, como los circos romanos, de pretexto y
desahogo de lo irracional, de regresión del individuo a la condición de parte
de la tribu, de pieza gregaria, en la que, amparado en el anonimato cálido e
impersonal de la tribuna, da rienda suelta a sus instintos agresivos de rechazo
del otro, de conquista y aniquilación simbólica (y a veces real) del
adversario. Las famosas “barras bravas” de ciertos clubes y los estragos que
han provocado con sus entreveros homicidas, incendios de tribunas y decenas de
víctimas muestra cómo en muchos casos no es la práctica de un deporte lo que
imanta a tantos hinchas –casi siempre varones aunque cada vez haya más mujeres
que frecuenten los estadios– a las canchas, sino un espectáculo que desencadena
en el individuo instintos y pulsiones irracionales que le permiten renunciar a
su condición civilizada y conducirse, a lo largo de un partido, como miembro de
la horda primitiva.
Paradójicamente,
el fenómeno de la masificación es paralelo al de la extensión del consumo de
drogas a todos los niveles de la pirámide social. Desde luego que el uso de
estupefacientes tiene una antigua tradición en Occidente, pero hasta hace
relativamente poco tiempo era práctica casi exclusiva de las élites y de
sectores reducidos y marginales, como los círculos bohemios, literarios y
artísticos, en los que, en el siglo XIX, las flores artificiales tuvieron
cultores tan respetables como Charles Baudelaire y Thomas de Quincey.
En
la actualidad, la generalización del uso de las drogas no es nada semejante, no
responde a la exploración de nuevas sensaciones o visiones emprendida con
propósitos artísticos o científicos. Ni es una manifestación de rebeldía contra
las normas establecidas por seres inconformes, empeñados en adoptar formas
alternativas de existencia. En nuestros días el consumo masivo de mariguana,
cocaína, éxtasis, crack,
heroína, etcétera, responde a un entorno cultural que empuja a hombres y
mujeres a la busca de placeres fáciles y rápidos, que los inmunicen contra la
preocupación y la responsabilidad, al encuentro consigo mismo a través de la
reflexión y la introspección, actividades eminentemente intelectuales que
repelen a la cultura frívola, porque las considera aburridas. Es para huir del
vacío y de la angustia que provoca el sentirse libre y obligado a tomar
decisiones como qué hacer de sí mismo y del mundo que nos rodea –sobre todo si
este enfrenta desafíos y dramas– lo que atiza esa necesidad de distracción que
es el motor de la civilización en que vivimos. Para millones de personas las
drogas sirven hoy, como las religiones y la alta cultura ayer, para aplacar las
dudas y perplejidades sobre la condición humana, la vida, la muerte, el más
allá, el sentido o sinsentido de la existencia. Ellas, en la exaltación y
euforia o serenidad artificiales que producen, confieren la momentánea
seguridad de estar a salvo, redimido y feliz. Se trata de una ficción, no
benigna sino maligna en este caso, que aísla al individuo y que sólo en
apariencia lo libera de problemas, responsabilidades y angustias. Porque al
final todo ello volverá a hacer presa de él, exigiéndole cada vez dosis mayores
de aturdimiento y sobreexcitación que en vez de llenar profundizarán su vacío
espiritual.
En
la civilización del espectáculo el laicismo ha ganado mucho terreno sobre las
religiones, en apariencia al menos. Y, entre los todavía creyentes, han
aumentado los que sólo lo son a ratos y de boca para afuera, de manera
superficial y social, en tanto que en la mayor parte de sus vidas prescinden
por entero de la religión. El efecto positivo de la secularización de la vida
es que la libertad es ahora más profunda que cuando la recortaban y asfixiaban
los dogmas y censuras eclesiásticas. Pero se equivocan quienes creen que porque
hoy en día hay en el mundo occidental menos católicos y protestantes que
antaño, ha ido desapareciendo la religión en los sectores ganados al laicismo.
Eso sólo ocurre en las estadísticas. En verdad, al mismo tiempo que muchos fieles
renunciaban a las iglesias tradicionales, comenzaban a proliferar las sectas,
los cultos y toda clase de formas alternativas de practicar la religión, desde
el espiritualismo oriental en todas sus escuelas y divisiones –budismo, budismo
zen, tantrismo, yoga– hasta las iglesias evangélicas que ahora pululan y se
dividen y subdividen en los barrios marginales, y pintorescos sucedáneos como
el Cuarto Camino, el rosacrucismo, la Iglesia de la Unificación –los
“moonies”–, la Cienciología, tan popular en Hollywood, e iglesias todavía más
exóticas y epidérmicas.
La
razón de esta proliferación de iglesias y pseudoiglesias es que sólo sectores
muy reducidos de seres humanos pueden prescindir por entero de la religión, la
que, a la inmensa mayoría, le hace falta pues sólo la seguridad que la fe
religiosa transmite sobre la trascendencia y el alma la libera del desasosiego,
miedo y desvarío en que la sume la idea de la extinción, del perecimiento
físico. Y, de hecho, la única manera como entiende y practica una ética la
mayoría de los seres humanos es a través de una religión. Sólo pequeñas
minorías se emancipan de la religión reemplazando el vacío que ella deja en la
vida con la cultura: la filosofía, la ciencia, la literatura y las artes. Pero
la cultura que puede cumplir esta función es la alta cultura, que afronta los
problemas y no los escabulle, que intenta dar respuestas serias y no lúdicas a
los grandes enigmas, interrogaciones y conflictos de que está rodeada la
existencia humana. La cultura del espectáculo, de superficie y oropel, de juego
y pose, es insuficiente para suplir las certidumbres, mitos, misterios y
rituales de las religiones que han sobrevivido a la prueba de los siglos. En la
sociedad de nuestro tiempo los estupefacientes y el alcohol suministran aquella
tranquilidad momentánea del espíritu y las certezas y alivios que antaño
deparaban a los hombres y mujeres los rezos, la confesión, la comunión y los
sermones de los párrocos.
Tampoco
es casual que, así como en el pasado los políticos en campaña querían
fotografiarse y aparecer del brazo de eminentes científicos y dramaturgos, hoy
busquen la adhesión y el patrocinio de los cantantes de rock y de los actores de cine. Estos han
reemplazado a los intelectuales como directores de conciencia política de los
sectores medios y populares y ellos encabezan los manifiestos, los leen en las
tribunas y salen a la televisión a predicar sobre lo que es bueno y es malo en
el campo económico, político y social. En la civilización del espectáculo el
cómico es el rey. Por lo demás, la presencia de actores y cantantes no sólo es
importante en esa periferia de la vida política que es la opinión pública.
Algunos de ellos han participado en elecciones y, como Ronald Reagan y Arnold
Schwarzenegger, llegado a tener cargos tan importantes como la presidencia de
Estados Unidos y la gobernación de California. Desde luego, no excluyo la
posibilidad de que actores de cine y cantantes de rock o de rap puedan hacer estimables sugerencias en
el campo de las ideas, pero sí rechazo que el protagonismo político de que hoy
día gozan tenga algo que ver con su lucidez o inteligencia. En absoluto: se
debe exclusivamente a su presencia mediática y a sus aptitudes histriónicas.
Porque
un hecho singular de la civilización del espectáculo es el eclipse de un
personaje que desde hace siglos y hasta hace relativamente pocos años
desempeñaba un papel importante en la vida de las naciones: el intelectual. Se
dice que la denominación de “intelectual” nace durante el caso Dreyfus, en
Francia, y las polémicas que desató Émile Zola con su célebre “Yo acuso”,
escrito en defensa de aquel oficial judío falsamente acusado de traición a la
patria por una conjura de altos mandos antisemitas del Ejército francés. Pero,
aunque el término “intelectual” sólo se popularizara a partir de entonces, lo
cierto es que la participación de hombres de pensamiento y creación en la vida
pública, en los debates políticos, religiosos y de ideas, se remonta a los
albores mismos del Occidente. Estuvo presente en la Grecia de Platón y en la
Roma de Cicerón, en el Renacimiento de Montaigne y de Maquiavelo, en la
Ilustración de Voltaire y Diderot, en el Romanticismo de Lamartine y Victor
Hugo y en todos los periodos históricos que condujeron a la modernidad.
Paralelamente a su trabajo de investigación, académico o creativo, buen número
de escritores y pensadores destacados influyeron con sus escritos,
pronunciamientos y tomas de posición en el acontecer político y social, como
ocurría cuando yo era joven, en Inglaterra con Bertrand Russell, en Francia con
Sartre y Camus, en Italia con Moravia y Vittorini, en Alemania con Günter Grass
y Enzensberger, y lo mismo en casi todas las democracias europeas. Basta
pensar, en España, en las intervenciones en la vida pública de don José Ortega
y Gasset. En nuestros días, el intelectual se ha esfumado de los debates
públicos, por lo menos de los que importan. Es verdad que algunos de ellos
todavía firman manifiestos, envían cartas a los diarios y se enzarzan en
polémicas, pero nada de ello tiene seria repercusión en la marcha de la
sociedad, cuyos asuntos económicos, institucionales e incluso culturales se
deciden por el poder político y administrativo y los llamados poderes fácticos,
entre los cuales los intelectuales sólo brillan por su ausencia. Conscientes de
la desairada situación a que han sido reducidos por la sociedad en la que
viven, la mayoría de los intelectuales han optado por la discreción o la
abstención en el debate público. Confinados en su disciplina o quehacer
particular, dan la espalda a lo que hace medio siglo se llamaba el “compromiso”
cívico o moral del escritor y el pensador con la sociedad. Es verdad que hay
algunas excepciones, pero, entre ellas, las que suelen contar –porque llegan a
los medios– son las encaminadas más a la autopromoción y el exhibicionismo que
a la defensa de un principio o un valor.
Porque en la
civilización del espectáculo el intelectual sólo interesa si sigue el juego de
moda y se vuelve un bufón.
¿Qué ha conducido al
empequeñecimiento y volatilización del intelectual en nuestro tiempo? Una razón
que debe considerarse es el descrédito en que varias generaciones de
intelectuales cayeron por sus simpatías con los totalitarismos nazi, soviético
y maoísta, y sus silencios y cegueras frente a horrores como el Holocausto, el
gulag y las carnicerías de la revolución cultural. Es, en efecto,
desconcertante y abrumador que, en tantos casos, quienes parecían las mentes
privilegiadas de su tiempo hicieran causa común con regímenes responsables de
genocidios, horrendos atropellos contra los derechos humanos y la abolición de
todas las libertades. Pero, en realidad, la verdadera razón para la pérdida
total del interés de la sociedad en su conjunto por los intelectuales es
consecuencia directa de la ínfima vigencia que tiene el pensamiento en la
civilización del espectáculo.
Porque otra característica de ella es
el empobrecimiento de las ideas como fuerza motora de la vida cultural. Hoy
reina la primacía de las imágenes sobre las ideas. Por eso los medios
audiovisuales, el cine, la televisión y ahora internet han ido dejando
rezagados a los libros, los que, si las predicciones pesimistas de un George
Steiner se confirman, pasarán dentro de no mucho tiempo a las catacumbas. (Los
amantes de la anacrónica cultura libresca, como yo, no debemos lamentarlo,
pues, si así ocurre, esa marginación tal vez tenga un efecto depurador y
aniquile toda la literatura del best-seller,
de puro entretenimiento y diversión, la literatura justamente llamada basura no
sólo por la superficialidad de sus historias y la indigencia de su forma, sino
por su carácter efímero, de literatura de actualidad, hecha para ser consumida
y desaparecer, como los jabones y las gaseosas.)
El cine, que, por supuesto, fue
siempre un arte de entretenimiento, orientado al gran público, tuvo al mismo
tiempo, en su seno, a veces como una corriente marginal y algunas veces
central, grandes talentos que, pese a las difíciles condiciones en que debieron
siempre trabajar los cineastas por razones de presupuesto y dependencia de las
grandes productoras, fueron capaces de producir obras de una gran riqueza,
profundidad y originalidad, y de inequívoco sello personal. Pero nuestra época,
conforme a la inflexible presión de la cultura dominante, que privilegia el
ingenio sobre la inteligencia, las imágenes sobre las ideas,
el humor sobre la gravedad, la banalidad sobre lo profundo y lo frívolo sobre lo serio, ya no produce creadores como Ingmar Bergman o Luchino Visconti o Luis Buñuel. ¿A quién corona ícono el cine de nuestros días? A Woody Allen, que es, a un David Lean o un Orson Welles, lo que Andy Warhol a Gauguin o Van Gogh en pintura o un Dario Fo a un Thomas Mann en literatura.
el humor sobre la gravedad, la banalidad sobre lo profundo y lo frívolo sobre lo serio, ya no produce creadores como Ingmar Bergman o Luchino Visconti o Luis Buñuel. ¿A quién corona ícono el cine de nuestros días? A Woody Allen, que es, a un David Lean o un Orson Welles, lo que Andy Warhol a Gauguin o Van Gogh en pintura o un Dario Fo a un Thomas Mann en literatura.
Tampoco es de sorprender que en la
era del espectáculo en el cine los efectos especiales hayan pasado a tener un
protagonismo que relega a temas, directores, guión y hasta actores a un segundo
plano. Se me podría alegar que ello se debe en buena parte a la prodigiosa
evolución tecnológica de los últimos años que permite ahora hacer verdaderos
milagros en el campo de la simulación y la fantasía visuales. En parte, sin
duda. Pero en otra parte, y acaso la principal, se debe a una cultura que
propicia el menor esfuerzo intelectual, no preocuparse ni angustiarse ni, en
última instancia, pensar, y más bien abandonarse, en actitud pasiva, a lo que
el ahora olvidado Marshall McLuhan –pero que, pese a todo lo que pueda
reprocharse de exagerado en sus teorías, fue un sagaz profeta del signo que
tomaría la cultura de hoy– llamaba “el baño de las imágenes”, esa entrega
sumisa a unas emociones y sensaciones desatadas por un bombardeo inusitado y en
ocasiones brillantísimo de imágenes que capturan la atención, aunque ellas, por
su naturaleza primaria y pasajera, emboten la sensibilidad y el intelecto del
público.
En cuanto a las artes plásticas,
ellas se adelantaron a todas las otras expresiones de la vida cultural en
sentar las bases de la cultura del espectáculo, estableciendo que el arte podía
ser juego y diversión y nada más que eso. Desde que Marcel Duchamp, que, qué
duda cabe, era un genio, revolucionó los patrones artísticos de Occidente,
estableciendo que un excusado era también una obra de arte si así lo decidía el
artista, ya todo fue posible en el ámbito de la pintura y escultura, hasta que
un millonario pague doce millones y medio de euros por un tiburón preservado en
formol en un recipiente de vidrio y que el autor de esa broma, Damien Hirst,
sea hoy reverenciado no como el extraordinario vendedor de embaucos que es sino
como uno de los grandes artistas de nuestro tiempo. Tal vez lo sea, pero eso no
habla bien de él, sino muy mal de nuestro tiempo, un tiempo en el que el juego
y la bravata, el gesto provocador y despojado de sentido, bastan a veces, con
la complicidad de las mafias que controlan el mercado del arte y los críticos
cómplices o papanatas, para coronar falsos prestigios, confiriendo el estatuto
de artistas a grandes ilusionistas que ocultan su indigencia y su vacío detrás
del embeleco y la supuesta insolencia. Digo “supuesta” porque el excusado de
Duchamp tenía al menos la virtud de la provocación. Pero en nuestros días, en
que lo que se espera de los artistas no es el talento, ni la destreza, sino la
bravata y el desplante, sus atrevimientos no son más que las máscaras de un
nuevo conformismo. Lo que era antes revolucionario se ha vuelto moda,
pasatiempo, juego, un ácido sutil que desnaturaliza el quehacer artístico y lo
vuelve una función de Gran Guiñol. En las artes plásticas la frivolización ha
llegado a extremos alarmantes. La desaparición de mínimos consensos sobre los
valores estéticos hace que en la actualidad todo sea permitido. En ese ámbito
la confusión reina y reinará por mucho tiempo, pues ya no es posible discernir
con una cierta objetividad qué es tener talento o carecer de él, qué es bello y
qué es feo, qué obra representa algo nuevo y durable y cuál no es más que un
fuego fatuo. Esa confusión ha convertido el mundo de las artes plásticas en un
carnaval donde genuinos creadores y vivillos y embusteros andan revueltos y es
a menudo muy difícil diferenciarlos. Inquietante anticipo de los abismos a que
puede llegar una cultura que sacrifica toda otra motivación y designio a la de
entretener y divertir.
En la civilización del espectáculo la
política ha experimentado una banalización acaso más pronunciada que la
literatura, el cine y las artes plásticas, lo que significa que en ella la
publicidad y sus eslóganes, lugares comunes, frivolidades y tics, ocupan casi
enteramente el quehacer que antes estaba dedicado a razones, programas, ideas y
doctrinas. El político de nuestros días, si quiere conservar su popularidad,
está obligado a dar una atención primordial al gesto y a la forma de sus
presentaciones, que importan más que sus valores, convicciones y principios.
Cuidar de las arrugas, la calvicie,
las canas, las monturas de la nariz y el brillo de la dentadura, así como del
atuendo, vale tanto, y a veces más, que explicar lo que el político se propone
hacer o deshacer a la hora de gobernar. La entrada de la modelo y cantante
Carla Bruni al Palacio del Elíseo como Madame Sarkozy, y el fuego de artificio
mediático que trajo consigo y que aún no cesa, muestra cómo ni siquiera
Francia, el país que se preciaba de mantener viva la vieja tradición de la
política como quehacer intelectual, de cotejo de doctrinas e ideas, ha podido
resistir y ha sucumbido también a la frivolidad universalmente imperante.
(Entre paréntesis, tal vez convendría
dar alguna precisión sobre lo que entiendo por frivolidad. El diccionario llama
frívolo a lo ligero, veleidoso e insustancial, pero nuestra época ha dado a esa
manera de ser una connotación más compleja. La frivolidad consiste en tener una
tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que
el contenido, la apariencia más que la esencia y en la que el gesto y el
desplante –la representación– hacen las veces de sentimientos e ideas. En una
novela que yo admiro,Tirant lo Blanc, una señora da una bofetada a su
hijo, un niñito recién nacido, para que llore por la partida de su padre a
Jerusalén. Nosotros los lectores nos reímos, divertidos con ese disparate, como
si las lágrimas que le arranca esa bofetada a esa pobre criatura pudieran ser
confundidas con el sentimiento de tristeza. Pero ni esa dama ni los personajes
que contemplan aquella escena se ríen porque para ellos el llanto –es decir la
pura forma– es la tristeza. Y no hay otra manera de estar triste que llorando
–“derramando vivas lágrimas”, dice la novela– pues en ese mundo formal es la
forma la que cuenta, a cuyo servicio están los contenidos de los actos. Eso es
la frivolidad, una manera de entender el mundo, la vida, según la cual todo es
apariencia, es decir teatro, es decir juego y diversión.)
Comentando la fugaz revolución
zapatista del subcomandante Marcos en Chiapas –una revolución que Carlos
Fuentes llamó la primera “revolución posmoderna”, apelativo sólo aceptable en
su acepción de mera representación sin contenido ni trascendencia, de mojiganga
montada por un experto en técnicas de publicidad– Octavio Paz señaló con
exactitud el carácter efímero, presentista, sin continuidad, de las acciones (o
más bien simulacros) de los políticos contemporáneos:
Pero la civilización del
espectáculo es cruel. Los espectadores no tienen memoria; por esto tampoco
tienen remordimientos ni verdadera conciencia. Viven prendidos a la novedad, no
importa cuál sea con tal de que sea nueva. Olvidan pronto y pasan sin pestañear
de las escenas de muerte y destrucción de la guerra del Golfo Pérsico a las
curvas, contorsiones y trémulos de Madonna y de Michael Jackson. Los
comandantes y los obispos están llamados a sufrir la misma suerte; también a
ellos les aguarda el Gran Bostezo, anónimo y universal, que es el Apocalipsis y
el Juicio Final de la sociedad del espectáculo.1
En
el dominio del sexo nuestra época ha experimentado transformaciones notables,
gracias a una liberalización de los antiguos prejuicios y tabúes de carácter
religioso que mantenían a la vida sexual dentro de un sofocante cepo de
prohibiciones. En este campo, sin duda, en el mundo occidental ha habido un
progreso extraordinario con la aceptación de las uniones libres, la
desaparición de la discriminación machista contra las mujeres, los gays y otras minorías sexuales que poco a
poco van siendo integradas en una sociedad que, aunque a veces a regañadientes,
va reconociendo el derecho a la libertad sexual entre adultos. Ahora bien, la
contrapartida de esta positiva emancipación sexual ha sido, también, la
banalización del acto sexual, que, para muchos, sobre todo en las nuevas
generaciones, se ha convertido en un deporte o pasatiempo, un quehacer
compartido que no tiene más importancia, y acaso menos, que la gimnasia, el
baile o el futbol. Tal vez sea sana, en materia de equilibrio psicológico y
emocional, esta frivolización del sexo, aunque debería llevarnos a reflexionar
el hecho de que, en una época como la nuestra de notable libertad sexual,
incluso en las sociedades más abiertas no hayan disminuido los crímenes
sexuales y, acaso, hasta hayan aumentado. El sexolight es el sexo sin amor y sin imaginación,
el sexo puramente instintivo y animal. Desfoga una necesidad biológica pero no
enriquece la vida sensible ni emocional ni estrecha la relación de la pareja
más allá del entrevero carnal; en vez de liberar al hombre o a la mujer de la
soledad, pasado el acto perentorio y fugaz del amor físico, los devuelve a ella
con una inevitable sensación de fracaso y frustración.
El
erotismo ha desaparecido, al mismo tiempo que la crítica y la alta cultura.
¿Por qué? Porque el erotismo, que convierte el acto sexual en obra de arte, en
un ritual al que la literatura, las artes plásticas, la música y una refinada
sensibilidad impregnan de imágenes de elevado virtuosismo estético, es
incompatible, la negación misma de ese sexo fácil, expeditivo y promiscuo en el
que paradójicamente ha desembocado la libertad conquistada por las nuevas
generaciones. El erotismo existe como contrapartida o desacato a la norma, implica
una actitud de desafío a las costumbres entronizadas y, por lo mismo, implica
secreto y clandestinidad. Sacado a la luz pública, vulgarizado, se banaliza y
eclipsa, no produce esa desanimalización y humanización espiritual y artística
del quehacer sexual que permitió antaño. Produce pornografía, esa forma de
abaratamiento procaz y canalla de ese erotismo que irrigó, en el pasado, una
corriente riquísima de obras en la literatura y las artes plásticas, que,
inspiradas en las fantasías más atrevidas del deseo sexual, producían
memorables creaciones estéticas, desafiaban el statu quo político y moral,
combatían por el derecho de los seres humanos al placer, y dignificaban un
instinto animal transformándolo en quehacer creativo, en obra de arte.
He
dado un largo rodeo para llegar a un asunto capital de esta charla: ¿de qué
manera ha influido el periodismo en la civilización del espectáculo y ésta en
aquel?
De
entrada, digamos que la frontera que tradicionalmente separaba al periodismo
serio del escandaloso y amarillo ha ido perdiendo nitidez, llenándose de
agujeros hasta en muchos casos evaporarse, al extremo de que a veces resulta
difícil en nuestros días establecer aquella diferencia en los distintos medios
de información. Porque una de las consecuencias de convertir el entretenimiento
y la diversión en el valor supremo de una época es que, en el campo de la
información, insensiblemente ello va produciendo también un trastorno recóndito
de las prioridades: las noticias pasan a ser importantes o secundarias sobre
todo, y a veces exclusivamente, no tanto por su significación económica,
política, cultural y social como por su carácter novedoso, sorprendente,
insólito, escandaloso y espectacular. Sin que se lo haya propuesto el
periodismo de nuestros días, siguiendo el mandato cultural imperante, busca
entretener y divertir informando, con el resultado inevitable de fomentar,
gracias a esta sutil deformación de sus objetivos tradicionales, una prensa
también light, ligera,
amena, superficial y entretenida que, en los casos extremos, si no tiene a la
mano informaciones de esta índole sobre las que dar cuenta, ella misma las
fabrica.
Por
eso, no debe llamarnos la atención que los casos más notables de conquista de
grandes públicos por órganos de prensa los alcancen hoy no las publicaciones
serias, las que buscan el rigor, la verdad y la objetividad en la descripción
de la actualidad, sino las llamadas “revistas del corazón”, las únicas que
desmienten con sus ediciones millonarias el axioma según el cual en nuestra
época el periodismo de papel se encoge y retrocede ante la competencia del
audiovisual. Esto sólo vale para la prensa que todavía trata, remando contra la
corriente, de ser responsable, de informar antes que entretener o divertir al
lector. Pero ¿qué decir de un fenómeno como el de Hola? Esa revista, que ahora se
publica no sólo en español, sino en cuatro o cinco idiomas, es ávidamente leída
–acaso sería más exacto decir hojeada– por millones de lectores en el mundo
entero –los de los países más cultos del planeta entre ellos, como Francia e
Inglaterra– que, está demostrado, la pasan muy bien con las noticias sobre cómo
se casan, descasan, recasan, visten, desvisten, se pelean, se amistan y
dispensan sus millones, sus caprichos y sus gustos, disgustos y malos gustos
los ricos, triunfadores y famosos de este valle de lágrimas. Yo vivía en
Londres cuando apareció la versión inglesa de Hola, Hello, y he visto con mis
propios ojos la vertiginosa rapidez con que aquella criatura periodística
española conquistó a la tierra de Shakespeare. Por eso, no es exagerado decir
que Hola y congéneres son los productos
periodísticos más genuinos de la civilización del espectáculo.
Convertir
la información en un instrumento de diversión es abrir poco a poco las puertas
de la legitimidad y conferir respetabilidad a lo que, antes, se refugiaba en un
periodismo marginal y casi clandestino: el escándalo, la infidencia, el chisme,
la violación de la privacidad, cuando no –en los casos peores– al libelo, la
calumnia y el infundio.
Porque
no existe forma más eficaz de entretener y divertir que alimentando las bajas
pasiones del común de los mortales. Entre estas ocupa un lugar epónimo la
revelación de la intimidad del prójimo, sobre todo si el prójimo es una figura
pública, conocida y prestigiada. Este es un deporte que el periodismo de
nuestros días practica sin escrúpulos, amparado en el derecho a la libertad de
información, y, aunque existen leyes al respecto y algunas veces –raras veces–
hay procesos y sentencias jurídicas que penalizan los excesos, la verdad es que
se trata de una costumbre cada vez más generalizada que ha conseguido, de
hecho, que en nuestra época la privacidad desaparezca, que ningún rincón de la
vida de cualquiera que ocupe la escena pública se libre de ser investigado,
revelado y explotado a fin de saciar esa hambre voraz de entretenimiento y
diversión que periódicos, revistas y programas de información están obligados a
tener en cuenta si quieren sobrevivir y no ser expulsados del mercado. Al mismo
tiempo que actúan así, en respuesta a una exigencia de su público, los órganos
de prensa, sin quererlo y sin saberlo, contribuyen mejor que nadie a consolidar
esa civilización light que
ha dado a la frivolidad la supremacía que antes tuvieron las ideas y las
realizaciones artísticas.
En
un artículo reciente, “No hay piedad para Ingrid ni Clara”,2 Tomás Eloy Martínez se indignaba con
el acoso a que han sometido los periodistas practicantes del amarillismo a
Ingrid Betancourt y a Clara Rojas, al ser liberadas, luego de seis años en las
selvas colombianas secuestradas por las farc, con preguntas tan crueles y
estúpidas como si las habían violado, si habían visto violar a otras cautivas o
–esto a Clara Rojas– si había tratado de ahogar en un río al hijo que tuvo con
un guerrillero. “Este periodismo –escribe Tomás Eloy Martínez– sigue
esforzándose por convertir a las víctimas en piezas de un espectáculo que se
presenta como información necesaria, pero cuya única función es saciar la
curiosidad perversa de los consumidores del escándalo.” Su protesta es justa,
desde luego. Su error es suponer que “la curiosidad perversa de los
consumidores del escándalo” es patrimonio de una minoría. No es verdad: esa
curiosidad carcome a esas vastas mayorías a las que nos referimos cuando
hablamos de “opinión pública”, esa vocación maledicente, escabrosa y frívola es
la que da el tono cultural de nuestro tiempo y la imperiosa demanda que la
prensa toda, en grados distintos y con pericia y formas diferentes, está
obligada a atender, tanto la llamada de calidad como la descaradamente
escandalosa.
Otra
materia que entretiene mucho a la gente es la catástrofe. Todas, desde los
terremotos y maremotos hasta los crímenes en serie y, sobre todo, si en ellos
hay los agravantes del sadismo y las perversiones sexuales. Por eso, en nuestra
época, ni la prensa más seria puede evitar que sus páginas –o espacios– se
vayan tiñendo de sangre, de cadáveres y de pedófilos. Porque este es un
alimento morboso que necesita y reclama ese apetito de entretenimiento que
inconscientemente presiona sobre los medios de comunicación por parte del
público lector, oyente o espectador.
Desde
luego que toda generalización es falaz y que no se puede meter en el mismo saco
a todos por igual. Por supuesto que hay diferencias y que algunos órganos de
prensa tratan de resistir la presión del medio en el que operan sin renunciar a
los viejos paradigmas de seriedad, objetividad, rigor y fidelidad a la verdad,
aunque ello sea aburrido y provoque en los lectores y oyentes el Gran Bostezo
del que hablaba Octavio Paz. Señalo una tendencia que marca el quehacer
periodístico de nuestro tiempo, sin desconocer que hay diferencias de
profesionalismo, de conciencia y comportamiento ético entre los distintos
órganos de prensa. Pero la triste verdad es que ningún diario, revista y
programa informativo de hoy puede sobrevivir –es decir, mantener un público
fiel– si desobedece de manera absoluta los rasgos distintivos de la cultura
predominante de la sociedad y el tiempo en el que opera. Desde luego que los grandes
órganos de prensa no son meras veletas que deciden su línea editorial, su
conducta moral y sus prelaciones informativas en función exclusiva de los
sondeos de las agencias sobre los gustos del público. Su función es, también,
orientar, asesorar, educar y dilucidar lo que es cierto o falso, justo e
injusto, bello y execrable en el vertiginoso vórtice de la actualidad en la que
el público se siente confuso y extraviado. Pero para que esta función sea
posible es preciso tener un público. Y el órgano de prensa que no comulga en el
altar del espectáculo corre hoy el riesgo de perderlo y dirigirse sólo a
fantasmas.
Por
eso, mi conclusión es pesimista. No está en poder del periodismo por sí solo
cambiar la civilización del espectáculo, a la que ha contribuido parcialmente a
forjar. Esta es una realidad enraizada en nuestro tiempo, la partida de
nacimiento de las nuevas generaciones, una manera de ser, de vivir y acaso
también de morir del mundo que nos ha tocado, a nosotros, los afortunados
ciudadanos de estos países a los que la democracia, la libertad, las ideas, los
valores, los libros, el arte y la literatura de Occidente nos han deparado el
privilegio de convertir al entretenimiento pasajero en la aspiración suprema de
la vida humana y el derecho de contemplar con cinismo y desdén todo lo que
aburre, preocupa y nos recuerda que la vida no sólo es diversión, también
drama, dolor, misterio y frustración.
Madrid,
septiembre de 2008
1.
Paz, Octavio, “Chiapas: hechos, dichos y gestos”, en Obra completa, V, 2ª edición,
Barcelona, Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, 2002, p. 546.
2. El País, 6 de septiembre de
2008.
Lo saqué de aquí:
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