CANIS SAPIENS
Fue una
experiencia terrible. No sé cómo comenzó, sé solamente que cuando la cosa
volvió a mi mente pensé en un sueño, en uno de mis acostumbrados sueños, quizá
más alucinante que los otros por el hecho de que debía estar como una cuba.
Pero tengo el
testimonio de mi mujer. Giuditta asegura que no estaba completamente ebrio, y
que aquella noche no pegué ojo, estaba demasiado ocupado hablándole de mil
tiernas cosas y demostrándole mi devoción conyugal. Aún esta mañana, por
teléfono, ha vuelto a jurármelo.
No sé qué
pensar. Si no me quedé dormido, si no cerré los ojos ni siquiera por un
instante, la hipótesis de que todo fuera un sueño se disuelve en humo. ¿Y
entonces? He imaginado mil explicaciones, mil conjeturas: hay siempre algo que
no encaja, que no se resuelve. ¿Dónde, dónde diablos pasé la noche del sábado?
¿En la cama con mi mujer, u oculto tras las ruinas de la ciudad muerta escuchando
los discursos revolucionarios de un perro de aguas?
Es ridículo,
lo sé. Ridículo y terrible. Sin contar además que, si realmente he pasado la
noche fuera de casa, esto significa que en mi cama, en mi lugar, al lado de mi
mujer había alguien que no era yo.
Esta es la terrible realidad, aún más
terrible que la de los perros parlantes. Pienso en
ello desde hace tres días, desde hace tres días me torturo intentando hallar
una solución satisfactoria, pero todo es inútil.
Me queda solamente una única
explicación: la botella de coñac. Aquella noche mi mujer y yo la habíamos casi
vaciado. Quizás estaba ebria también Giuditta, al menos lo espero con toda el
alma: sería todo más sencillo, casi digno de tener en cuenta.
"Estabas borracho — sigo repitiéndome a mí
mismo —, y también tu mujer estaba ebria. Habéis dormido profundamente hasta la
madrugada, y con los vapores del coñac tú soñaste en tus perros habladores, un
sueño como has tenido tantos otros, mientras Giuditta imaginaba pasar una noche
de las mil y una noches. Sólo esto."
No es más que una débil
esperanza. Sin embargo, es necesario que me asa a ella con todas mis fuerzas
si no quiero que el vértigo de la locura me haga caer en el abismo. E intento
mantenerme en calma, no pensar en la terrible eventualidad de que aquello pueda
volver a repetirse, aunque hay momentos en los que la desesperación me sofoca.
Entonces querría gritar, correr fuera y advertir a cualquiera, a la policía,
acaso al Gobierno, al primero que pasara, en suma, de que estamos todos en peligro,
y que si no intentamos remediarlo el fin de todos nosotros está ya sellado.
¡Dios, qué confusión hay en mi
cabeza!
Pero procedamos con orden, obre
todo orden.
Ocurrió hace tres noches, la
noche del sábado. Giuditta se entretuvo yendo de compras y volvió cuando eran
las nueve pasadas. Por fortuna traía consigo un paquete: medio pollo, una bolsa
de patatas fritas, la botella de coñac.
Buck había
corrido en seguida
al lado de Giuditta: frotaba el hocico contra sus
pantorrillas y gruñía placenteramente. Recuerdo que durante la cena propuse ir
al cine, pero mi mujer dijo que se sentía cansada y que no veía la hora de irse
a acostar.
Pese a ello, después de haber
comido el pollo y las patatas fritas comenzamos a beber coñac. Giuditta empezó
a sentirse alegre y yo por momentos más locuaz al ver que mi mujer parecía
interesarse en todo lo que yo decía. Hablé de tantas cosas, de los sueños no
porque desde hace un tiempo a esta parte son demasiado extraños y más bien
preocupantes, y no quiero que Giuditta se preocupe.
Incluso Buck escuchaba. Cuando
hubo terminado de mondar los huesos de pollo corrió nuevamente al lado de
Giuditta y allá, echo un ovillo en torno a sus pies, empezó a mirarme con ojos
húmedos y muy abiertos. Quizá decía cosas interesantes incluso para un perro,
no lo sé. Sé que me miraba como si comprendiera mi discurso y no quisiera
perderse una sola palabra.
Bebimos aún, más continuadamente,
y al fin las palabras empezaron a faltarme y mi cabeza a arder. Después dieron
las doce. Giuditta se levantó entonces, cerró las persianas y bajó las
cortinas, y empezó a desvestirse.
Yo tenía calor, la cabeza me
ardía y notaba un extraño sentimiento de náusea. Me sentía mal. Mi mujer no se
había dado cuenta. Se puso la camisa de noche y vino a sentarse en mis
rodillas.
Fue entonces que Buck rechinó los
dientes. Un gruñido largo y amenazador que hizo levantarse a Giuditta.
En aquel momento empezó la
pesadilla.
Buck gruñía siempre más ferozmente, y Giuditta
lo intimidaba a irse a su rincón. No sé cuánto tiempo duró la historia. Al fin
el perro cambió su gruñido en un ladrido y sacudiendo la cabeza se dirigió al
lugar donde tenía su cajón, mientras Giuditta, dándose cuenta finalmente de que
yo tenía el rostro empapado en sudor, me llevó casi en volandas a la cama y se
apresuró a desabrocharme el cuello de la camisa. Sentí que me quitaba la chaqueta,
que lentamente me desvestía.
Mis ojos
nublados estaban vueltos en dirección a Buck. Lo veía como a través de un velo
mirarme con dos ojos que parecían dos focos, mientras la voz de mi mujer me
murmuraba algo al oído, débil y dulcemente, siempre más débil, siempre más
dulce...
Y de pronto me
encontré a obscuras, en el corredor. Aún ahora me pregunto cómo fue posible.
Ciertamente, mi sueño debió empezar en aquel momento. Pero, ¿y si no fuera
así? ¿si no hubiera soñado? No puedo, no puedo abandonarme a una suposición
de este género: sería la locura, más pronto o más tarde. Porque oí a Giuditta
gritar: "¡Ven aquí, Buck, vuelve dentro!" Y de pronto, a mis
espaldas, tras de la puerta entrecerrada de la estancia, oí mi voz, he dicho
mi voz, que decía: "Hace tanto calor, deja que salga afuera a tomar un
poco el fresco."
Yo no tenía
conciencia de lo que hacía. Recuerdo solamente que estaba descendiendo las escaleras.
Me di cuenta
cuando, ya abajo, pasé delante de la portería y vi, reflejada en el cristal, la
imagen de Buck. Me volví de golpe: estaba solo, no había ningún rastro de mi
perro. Pero su imagen estaba siempre allá, sobre el cristal de la garita, y se
movía y me miraba.
Transcurrieron
unos instantes larguísimos antes de que me decidiera a pensar en algo.
Entonces, una sospecha atroz se apoderó de mí. Quise pasarme la mano por la
cara como se hace cuando uno tiene la cabeza insegura, pero tuve que desistir
rápidamente para no caer de bruces al suelo. La terrible realidad se me
reveló así de improviso, en todo lo que tenía de horrendo y absurdo.
Lancé un grito
horrible, desgarrador: era un perro.
He oído decir
que en el momento de la muerte de uno los episodios más sobresalientes de su
vida saltan fuera de las nieblas del pasado y un segundo antes del deceso se
presentan en nuestra mente, como un mágico caleidoscopio con cuya visión se
apaga la última chispa de nuestra existencia.
Pero yo no he
tenido necesidad de morir para experimentar todo esto. Mientras el grito humano
surgía de mi garganta, diez, cien recuerdos saltaron fuera como el bau-bau de
una caja de sorpresas. Pero quizá verse uno repentinamente transformado en su
propio perro sea más que morir. Sin embargo, en aquel mi ahora cuerpo canino,
tuve el coraje de inspeccionarlo todo, de arriba abajo. Después me acurruqué
contra el muro y lloré; pero lo que emitía no era más que un lloriqueante aullido
de perro apaleado. Intenté hablar: un ladrido me salió de la garganta. Entonces
maldije, y la imprecación no fue más que un gruñido, que vibró por todo el
pasillo.
Una cosa sin
embargo era cierta. No obstante la metamorfosis era siempre yo, yo... con todas
mis facultades mentales, mis recuerdos, mi experiencia de hombre. Intenté
darme valor, aquella forma de licantropía no podía durar para siempre, tras
algunas horas mi cuerpo debería volver a tomar sin más su aspecto humano.
De golpe se
abrió la puerta de la escalera y apareció Kira. No he sentido nunca mucha
simpatía por la perra de la señora Kovac: ronda continuamente en torno a Buck,
lo distrae, se lo lleva siempre detrás como compañero en sus correrías de bestia
vagabunda.
Kira me miró
fijamente por algunos instantes, después se me acercó. Recordé entonces que yo
era un perro, el suyo. Todo el barrio sabe que la perra de la señora Kovac y
Buck se entienden. Y cuando Kira me habló no sentí ningún asombro: había
recibido hacía poco un golpe emotivo demasiado violento como para sentir ahora
alguna otra emoción. Por otra parte, siempre había imaginado que los perros
sabían hacerse comprender entre sí.
–Temía que te
hubiesen atado a la pata de la mesa – ladró la perra –. ¿Cómo ha sido este retraso?
No respondí.
Encontrar una justificación era más bien fácil, pero... ¿hubiera sabido hacerme
comprender?
Kira se me
acercó aún más hasta rozarme. –¿Qué pasa? ¿No me das un beso esta noche?
Instintivamente le mordisqueé una oreja. Kira gruñó placenteramente.
–Si alguien no
viene pronto a abrir la puerta, llegaremos tarde a la reunión – dijo, volviendo
a la compostura –. ¿Sabes la hora que es?
–Pasada
medianoche – respondí temblando. –Entonces deberemos darnos prisa: la reunión
está fijada para la una.
Me comprendía.
Fuimos a escondernos en el ángulo más obscuro del corredor. Me sentía absorbido
en algunas reflexiones en torno al lenguaje canino y a aquella misteriosa
reunión de la cual Kira había hablado, cuando la puerta se abrió.
–¡Rápido! –
ladró Kira. Y se precipitó a la carrera hacia la salida. La seguí sin dudar ni
un instante, mientras reconocía a Dolly Grant que regresaba a casa acompañada
de un joven. En el umbral se estaban dando el beso de despedida. Kira y yo
pasamos como dos saetas entre sus piernas, y nos hallamos fuera.
Era una noche
de luna llena, y el asfalto se deslizaba rápido bajo los almohadones suaves y
blandos de mis cuatro extremidades. Cuando se corre con los ojos a veinte
centímetros del suelo, lo que se experimenta es algo sorprendente, parangonable
sólo en parte a la sensación del ciclista que, ebrio de velocidad, observa tras
los pedales y ve la carretera escaparse rápidamente de su vista en una
fantasmagórica sucesión de líneas iridiscentes. Cada guijarro, cada
protuberancia o hueco del terreno, las colillas de los cigarrillos, los
envoltorios arrugados de los caramelos parecía como si se deslizaran dentro de
mi hocico tendido y se abismaran en mi vientre que todo lo engullía.
Kira era
demasiado veloz. Varias veces estuve a punto de gritarle algo para que aflojara
un poco la marcha, pero siempre el miedo de que sospechara algo me contuvo.
Corría, con el aliento que aumentaba continuamente de ritmo, la lengua colgante,
tan larga que podía verla, rosa, punteada de negro.
Terminaron las
fábricas, terminaron los faroles iluminados, y el campo profundo y negro se
abrió delante de nosotros. Por unos instantes seguimos la carretera provincial,
con la monótona sucesión de sus mojones de piedra blancos, sepulcrales.
Después, incluso el asfalto se terminó: Kira había tomado un caminillo
estrecho y tortuoso que se perdía en el campo. No se detenía nunca. Corría a
grandes zancadas a través de los cultivos, saltaba zanjas y vallas, salvaba los
obstáculos y las gibosidades del terreno, velocísima, imposible de detener. Y
yo siempre detrás, preocupado de no retrasarme ni un solo metro.
¿Por qué la
seguía? No sé, quizá tenía miedo de quedarme solo, de reflexionar, encerrado
con llave dentro de aquella prisión de carne velluda; o tal vez mis instintos
estaban también transformándose. ¿Corría, quizás, tras de Kira porque la
deseaba? Aquella hipótesis me horrorizaba. No había dudas, era yo, yo, siempre
yo, aquel miserable hombre que siempre he sido, atado por una camisa de fuerza
tejida de hueso, nervios y músculos que no eran míos, asquerosa como la lúbrica
caricia de una sanguijuela.
Comprendí que
debía dejar inmediatamente de pensar. Lo mejor que podía hacer era aturdirme
con la carrera, apartando de mi mente cualquier pensamiento humano, dejando que
las imágenes del paisaje nocturno la invadieran totalmente y ahogaran el miedo.
Debía pensar en correr, tan sólo en correr.
Y la carrera
era frenética. Íbamos siguiendo una acequia flanqueada por una larga fila de
cipreses. El terreno estaba húmedo y blando, y yo probé de respirar a pleno
pulmón el aire punzante de olores de fango y putrefacción que procedía de la
tierra macerada, de la humedad de la madera y de las hojas caídas.
Así era mejor.
Debía aturdirme, mirar lo que me rodeaba.
Y vi pasar
sobre nosotros, silenciosamente, los cipreses, apresurados frailes encapuchados
que corrían en fila india al convento. Alargué la zancada y dejé que los
tallos de la hierba, como lascivas manos de terciopelo, dejaran en mi vientre
su suave, interminable caricia. Las luces pálidas, allá a lo lejos, de la
ciudad adormecida parecían como encerradas bajo una cúpula de cristal
fosforescente. Y las luciérnagas, ¡cuántas luciérnagas! Surgían de los
arbustos de las acacias, de los matorrales de las hiedras, y se agitaban
ciegamente con su inútil luz, incomprensiblemente silenciosas. Se alejaban,
volvían a juntarse, después nuevamente se alejaban engullidas por el pozo de
sombra de la zanja, por las manchas negras de la olorosa vegetación, de los
cipreses rematados por cabelleras como de negro algodón. Eran una legión
interminable. Eran el polvo luminoso de la noche que se desparramaba sobre la
niebla extendida sobre el prado, allá, hasta el horizonte, confundiéndose con
la del cielo.
Un tren pasó
traqueteante allá a lo lejos, invisible; su silbido largo, reiterado, parecía
un lúgubre reclamo venido desde una imposible lejanía. Después, incluso el
último ciprés huyó a nuestras espaldas y la amarillenta luna apareció en medio
del cielo con su guiño de zíngara ebria. Otra valla, aún una zanja, y luego un
prado que parecía interminable. Después, las ruinas de la ciudad muerta
aparecieron, tenues, burdas, enhiestas, gibosas, perfiles enigmáticos que se
recortaban en la cúpula del cielo.
Kira se detuvo
finalmente. Habíamos llegado.
–Amigos perros
de todas las edades y de todas las razas, de todas las condiciones y rangos, de
sangre pura y bastarda, escuchad. Cuando el sol se esconde en el horizonte es
hermoso ver salir la luna, y cuando el árbol se pudre la vista de los nuevos
vástagos es motivo de gozo. Alegraos, ¡oh amigos!, porque en verdad os digo que
la hora de la revolución es inminente.
–¡Bau! –
respondió entusiásticamente la asamblea.
–¡Bau! – gritó
Kira, levantándose sobre las patas traseras. Yo, sin embargo, no me moví. Yacía
en las sombras con todos los músculos relajados, recostado y con las orejas
enhiestas. Estábamos en medio de un círculo de ruinas, al menos una centena de
perros, o quizás más. No tuve tiempo de contarlos porque, apenas llegado al
claro, un perro pelón saltó sobre lo alto de unas ruinas y ordenó silencio.
Después presentó a todos nosotros a un viejo perro de aguas, miembro del Gran
Consejo, que tenía importantes noticias que comunicar. Y ahora el perro
hablaba, con voz segura y estentórea.
–A los más
jóvenes, a todos los que están todavía bajo los perjuicios y se sienten aún
esclavos de su instinto, les diré que ha llegado el momento de desembarazarnos
de aquel pesado lastre de plomo que desde hace milenios llevamos atado a
nuestra cola. La cuadriga alada de la historia ha llegado al límite de la
perdición. A aquellos entre vosotros que son los más fieles les diré que la
bondad y la fidelidad en este supremo momento han de ser condenadas.
"No
podemos permitir más, ¡oh, amigos!, el morir de pena sobre la tumba de nuestros
amos. ¿Para qué ha servido defender a los hombres de los peligros y de las
fieras, para qué ha servido proteger sus rebaños de las manadas de lobos famélicos,
para qué ha servido aceptar la muerte en sus satélites experimentales y cambiar
los golpes, el pan seco y los huesos ya mondos con la fidelidad y la
abnegación?
"En
verdad, ¡oh amigos!, yo os digo que el hombre es el más grande error de la
naturaleza. Cuando surgió de las nieblas del principio, vacilante e
inconsciente, y sintió la necesidad de un alma, todos los animales más
despreciables, del lobo a la serpiente, de la hiena al vampiro, compitieron por
fabricarle una. Vosotros conocéis el alma humana: es la bodega de todos los
vicios y crueldades, es una llaga purulenta y cancerosa que no podrá curarse
nunca. En vano lo hemos esperado por tanto tiempo: los mejores entre los hombres
mismos han soñado en esta sublime ilusión, y sus palabras escritas en el viento
fueron por el viento dispersadas en una apocalipsis de terror y de sangre.
Buda, Sócrates, Cristo, arrebatados en una paradisíaca visión de verdad y de
belleza, no tenían nada de humano; por eso los hombres no los han comprendido,
por eso los han escarnecido o asesinado. Daos cuenta, amigos. El hombre es la
más bestia de todas las bestias, el hombre es la bestia por excelencia. Y debe
morir."
Una ovación
frenética se elevó del claro. Había quien se revolcaba sobre la hierba, quien
saltaba a la grupa de su vecino, algunos se habían echado panza arriba y
gesticulaban vertiginosamente con las cuatro patas en prueba de entusiasmo,
otros realizaban prodigios de equilibrio sosteniéndose tan sólo sobre las
posteriores o dando saltos sobre una sola pata como chiquillos. Vi un grupo de
cachorros presos incluso ellos por el entusiasmo, correr en círculo, cada uno
cogiendo entre los dientes la cola de su compañero; oí aullidos de
satisfacción, ladridos y gruñidos de regocijo. Parecían locos. El viejo perro,
desde lo alto de sus ruinas, tuvo que chillar no poco para volverlos al orden.
–Sí, amigos –
pudo al fin continuar con voz conmovida –, el hombre debe morir. Cuando aquel a
quien la naturaleza ha querido colocar sobre el lugar más alto se nutre de
locura, cuando la ceguera mental ofusca la mente del que lleva la antorcha de
la razón, alguien debe surgir, asestar el golpe mortal y arrebatarle de la mano
la antorcha para llevarla hasta la meta. Amigos, somos nosotros los herederos
legítimos del género humano; nuestro debe ser el mundo que el hombre ha
conquistado y que ahora está destruyendo, nuestra es la responsabilidad del
progreso.
Iba a ser
nuevamente interrumpido por una salva de aplausos, pero levantó a tiempo una
pata, y tras un murmullo que se extingue rápidamente pudo reemprender el
discurso.
–Como nuestros
sabios han aconsejado siempre, podríamos esperar pacientemente a que el hombre
se autodestruya. Estos estúpidos e inconscientes animales, cuya bondad e
inteligencia se manifiesta solamente a rachas, sienten sus impulsos sexuales
desde el primero al último día del año, sin conseguir todavía, egoístas como
son incluso en el amor, frenar su lujuria. ¡Y procrean constantemente, esos
estúpidos! Cada día su número aumenta en cincuenta mil, de manera que dentro de
medio siglo la Tierra estará ya exhausta y no podrá ya nutrirlos
suficientemente, y entonces morirán todos de hambre o destruidos por las armas
mortíferas que usarán para eliminarse mutuamente en busca del escaso alimento.
"Esta es
la situación, amigos. En vez de erigir un monumento al inventor de los
anticonceptivos, los hombres se han apresurado a conceder el premio Nobel a
los científicos atómicos. Que hagan lo que quieran. Son libres de morir de
hambre o de matarse mutuamente. Pero nosotros no queremos seguir la misma
suerte. No podemos esperar más a que cualquier cretino, perdido en algún lejano
laboratorio de Siberia o de América, provoque el desastre en un momento de
descuido o de locura. Una explosión atómica incontrolada con una reacción en
cadena, y adiós mundo. La capa atmosférica que circunda el globo ardería
rápidamente en una llamarada de incandescencia y sería la muerte para todos,
incluso para nosotros. Aun admitiendo que en esta conflagración murieran
solamente los hombres, deberíamos esperar milenios antes de que nuestra
conformación física pudiera sufrir aquella lenta evolución sin la cual es vano
esperar conquistar el mundo. Y mientras aguardábamos los simios, esos absurdos
animales curiosamente parecidos al hombre, tendrían todo el tiempo de
reducirnos a su merced.
"¿Para
qué sirve ser más inteligentes que el hombre y los primates, si no gozamos como
ellos de la posición erecta y de la oponibilidad del dedo pulgar? No podremos
jamás construir una astronave o guiar un helicóptero. Y todos vosotros sabéis
cómo tan sólo la lectura o la escritura, en nuestras actuales condiciones
físicas, son ya cosas bastante gravosas e incómodas."
Hubo un
estremecimiento por toda la asamblea. Kira se me acercó aún más y frotó su
cabeza en mi cuello. Yo no comprendía gran cosa de lo que aquel perro estaba
diciendo. Sólo tenía la impresión de haber oído ya otras veces aquellas
palabras o de haberlas leído en algún sitio... Cierto, aquel perro sabía su
oficio, era elocuente y su discurso estaba lleno de fascinación.
–Yo os digo
que no podemos esperar más. – Su voz era vibrante "y llena de
incitamientos –. Es preciso salir al paso del tiempo, hacer de modo que los
acontecimientos se precipiten. Afortunadamente los más dotados de entre
nosotros conocen ya suficientemente la técnica de la transferencia psíquica.
Es una técnica que está aún lejos de ser perfecta, pero con la cual se pueden
lograr milagros. Aquellos de entre vosotros que la conocen ya bastante
deberían acelerar los cursos de adiestramiento para los cachorros y para los
más jóvenes, porque os digo que el Gran Día es inminente. Os ruego, sin
embargo, por el momento, que no efectuéis aisladamente la transferencia, ni
siquiera a título de ensayo, ni siquiera por motivos personales, aunque sea
tan sólo por pocas horas. Nuestros expertos están estudiando a fin de encontrar
el modo, una vez realizada la transferencia, de reducir la vida psíquica del
hombre a la simple expresión vegetativa. Sólo entonces actuaremos, todos a la
vez. Los hombres sufrirán así su merecido castigo: quedarán para siempre
aprisionados en nuestros cuerpos caninos, inocuos e inconscientes, ignorantes
de haber vivido una vez en los cuerpos humanos, aquellos cuerpos que pertenecen
por derecho al más bueno, al más inteligente, al más fuerte.
Una gran salva
de aplausos partió hacia las estrellas. Tuve que asistir nuevamente a las demostraciones
de entusiasmo, a los saltos y a los juegos de equilibrio. Al fin volvió el
silencio y el orador pudo pronunciar sus palabras de despedida: debía dar su
discurso a otro grupo distante una veintena de kilómetros, e iba ya bastante
retrasado.
Mientras
tanto, el perro que había presentado al conferenciante había salido a las
ruinas y había llamado a reunión a los instructores.
–Vamos – dijo
Kira. Yo era un instructor. Me indicó un grupo de cachorros que, en un ángulo,
retozaban alegremente sobre la hierba: sabían que pronto iban a convertirse en
verdaderos chiquillos. Vi a Kira alejarse seguida de un grupo de jóvenes
fox-terrier, después otros y otros aún que se instalaban a la sombra de las
ruinas, cada uno rodeado de un grupo de cachorros.
Los cachorros
de mi grupo continuaban jugando en la hierba. Era extraño, pero entonces pensé
que el estudio debía ser una cosa molesta incluso para un perro. Y me fui. Sí,
me alejé, no porque no sintiese deseos de colaborar a la causa canina; en aquel
momento, después del entusiasmante discurso del perro de aguas, me sentía más
bien perro que hombre; pero, ¿qué decirles a los cachorros? Me sentía
humillado, como hombre y como perro.
Me tendí al
lado de la acequia de los cipreses, quizás una milla lejos de las ruinas donde
los perros estaban reunidos. La luna declinaba y las luciérnagas continuaban
entrando y saliendo de entre los matorrales con su lucecilla verdosa,
intermitente. El tren invisible pasó aún otra vez, lejanísimo; su silbido,
lúgubre como la invocación de un fantasma, me hizo estremecer. Después llegó
la tristeza, furtiva y obsesionante. Y fui uno con mis propios pensamientos.
¡Con qué
maldita perfidia lo había preparado Buck todo! Había tomado mi cuerpo, y me
había cedido el suyo. Era inútil reclamar: para mí los tristes efectos de la
revolución se habían manifestado antes incluso de que comenzara.
Por un rato
fantaseé acerca del mundo que iba a venir. ¡Oh!, los perros harían las cosas
bien, estaba convencido de ello; pero sería un mundo donde los hombres, a causa
de su maldad, no tendría derecho a la ciudadanía; y yo, por muy cautivo que
estuviera, era aún un hombre, y por eso no lo aprobaba. Después los
pensamientos me abandonaron, y casi me adormecí. De pronto oí un rumor a mis
espaldas. Era Kira. La reunión debía haber terminado, y ella había ciertamente
olfateado mi pista.
–Buck – dijo
en un soplo, y su voz sonaba como un reproche materno –. Buck – repitió
afligida –, ¿por qué lo has hecho, Buck? Abandonar así a los pequeños... Has
estado egoísta y perverso, más cruel que un hombre...
Me había
vuelto a mirarla. Tenía unos ojos intensos y luminosos, velados de melancolía.
–¿En qué
piensas? – preguntó de pronto, con voz que traicionaba una secreta sospecha.
No supe qué
responder: escuchaba a la acequia que sollozaba, quejosa, melodiosa, y pensaba
nuevamente en el hombre, en el hombre que pronto iba a ser expulsado, por
segunda vez, del paraíso terrenal.
–¡Es en
Giuditta en quien piensas! – ladró rabiosamente –. ¡Confiésalo! Estás pensando
en tu ama, es por ella que estás aquí, triste y taciturno...
Me vinieron
ganas de reír, pero me contuve.
–Te volverá
loco aquella mujer, antes o después. – Se había acercado con un salto felino y
empezó a mordisquearme la oreja –. Escúchame – dijo anhelosamente –, ¿quieres
que me transforme en ella cuando llegue el Gran Día? Responde: ¿quieres? Haré
lo que tú me digas. Y si cuando llegue aquel día Giuditta ya no te gusta,
indícame la mujer que quieres que me ceda su cuerpo. Sólo querría que tú te
transfirieras a aquel espantapájaros de tu amo, nunca me ha gustado. En cambio,
aquel joven del cuarto piso, aquel que toca el violín... ¡Oh, Buck! Verás lo
felices que vamos a ser para siempre, tú en el cuerpo del violinista y yo en el
de Giuditta.
Me lamía
suavemente el cuello, y su aliento me llegaba a las narices, molesto,
intolerable. Me vi obligado a retirarme. Entonces Kira empezó a dar vueltas
sobre sí misma en las sombras, en un delirio de desesperación. Sus aullidos
eran desgarradores, conmovedores. Sentí un dolor profundo en el corazón, aquel
desesperado grito de amor comenzó a revolucionarme el alma. Quizás el perro de
aguas tenía razón, tal vez la inteligencia y la bondad de nosotros los hombres
se revelaban esporádicamente sólo a veces, no lo sé. Sé solamente que en un
arrebato de profunda compasión sentí la necesidad de decirle algo a aquella
pobre perra enamorada. Y me le acerqué.
Era casi el
alba cuando emprendimos el camino de regreso. Me sentía casi totalmente privado
de la voluntad, aunque el pensamiento permanecía, límpido, pero dispuesto sin
embargo a sacar tan sólo conclusiones que me aterrorizaban. Ciertamente la
técnica de la transferencia no era perfecta, aquel bastardo de mi perro no la
conocía a fondo, de otro modo me habría transformado en un vegetal ambulante
incapaz de pensar y de recordar mi pasado de hombre.
Corría detrás
de Kira, a lo largo de las sendas y de los prados, y me preguntaba qué era lo
que estaría haciendo en aquellos momentos Buck, el verdadero Buck. Aunque me
había resignado a mi suerte, no sabía qué cosa me empujaba a correr ahora
hacia la casa, una casa que ya no era la mía y donde iba a ser tratado como un
perro.
Fue cuando
llegamos a la carretera asfaltada. Me entretenía contando los mojones más que
nada para romper la monotonía de la carrera, cuando el terrible pensamiento me
golpeó de improviso.
"Te
volverá loco aquella mujer, antes o después", había dicho Kira. Fue una
sacudida atroz, que me retorció las vísceras y estuvo a punto de helar mi
cerebro. Noté que había algo que no marchaba en mi interior, quizás la razón,
no sé... Algo me golpeó dentro de la cabeza y nubló mi vista.
Gruñí dos o
tres veces y Kira se detuvo, sorprendida, aguardándome. Entonces eché a correr
a toda velocidad, enloquecido, devoré la carretera a un tren de marcha
impresionante. Kira quedó atrás, sorprendida, y a pesar de su velocidad no pudo
alcanzarme. Sentía ansia, ansia de saltarle a la garganta a aquel perjuro y
despedazarlo.
Casi era de
día cuando llegué a los primeros edificios. En la primera curva embestí a un
hombre que iba en bicicleta. Cayó al suelo, maldiciendo. Pasé bajo un carro de
hortalizas que atravesaba la calle y corrí hacia el final, al edificio rojo, a
mi casa. Llegue a la escalera con las piernas que me dolían, parecía como si
las tuviera hechas pedazos. La cabeza me estallaba, apenas distinguía los peldaños.
Tropezaba continuamente, a cada momento. Llegué arriba sin una pizca de
aliento. La puerta estaba tan sólo entornada, y también la otra, la del
dormitorio. Tuve un instante de vacilación, después reuní mis fuerzas y entré.
Estaba allá,
él estaba allá, sentado en la cama, buscando las zapatillas. Su aspecto era
desagradable, en ropa interior y delgado como un palo, con el rostro
soñoliento, embrutecido. De sus labios pendía un cigarrillo apagado.
Hice ademán de
saltarle a la garganta, pero me sentí clavado contra el suelo. Porque él había
empezado a mirarme, a mirarme con aquellos sus ojos estúpidos, y continuaba...
continuaba... no me quitaba ni un momento la vista.
No sé nada
más. Recuerdo tan solo que encendí el cigarrillo y me calcé las zapatillas. Y
niebla, niebla, niebla en la cabeza, y una enorme sed de beber agua fresca.
Iba a levantarme: quería ir a la cocina a tomar un poco de agua, cuando mi
mujer me cogió por un brazo. Con voz soñolienta dijo: "¡Querido, oh
querido! Ha sido magnífico."
La miré
sorprendido, pero la niebla no quería disiparse de mi cerebro. Miré también al
perro: estaba encogido en su rincón preferido y por un momento me pareció que
tenía la lengua fuera, colgante, como cuando está sin aliento tras una carrera.
Entonces el film de aquella noche volvió a mí, recordé de pronto aquella
carrera endiablada, Kira, el discurso del perro de aguas, lo recordé todo...
–Qué extraño
sueño – murmuré para mí. Pero Giuditta seguía diciéndome que no había cerrado
los ojos, que nunca como aquella noche yo...
Incluso esta
mañana me lo ha repetido por teléfono. ¡Ha sido un sueño, lo sé! Un delirio de
la embriaguez, todo por culpa de aquella botella de coñac. Pero aquí, en el
fondo de mi mente, hay algo que me dice que no es verdad. La verdad, terrible,
se hace más evidente de hora en hora, y no puedo seguir engañándome a mí mismo.
Que hagan la revolución, que hagan estallar mil bombas atómicas, que nos
transformen en vegetales. ¡No me importa! Una sola cosa es la que me barrena
la cabeza: ¡el pensamiento de que aquel bastardo ha estado al lado de mi
mujer, toda una noche, en mi lugar!
Y lo he
matado. Esta mañana, a las nueve. No podía resistir más, no quería volverme
loco. Así que he preparado un lazo y lo he fijado a la barra de la cortina.
Después lo he llamado dentro, y ha venido corriendo con un aire de contento que
me ha dado miedo. Terminado su almuerzo, lo he tomado entre los brazos y lo he
levantado hasta la altura del nudo corredizo. Le he hecho pasar la cabeza con
circunspección, después he cerrado los ojos y lo he soltado.
Lo he visto
agitarse espasmódicamente con la boca llena de baba y dos ojos grandes y rojos
como dos focos. Entonces he huido al corredor para no sentirme mirado por
aquellos ojos: temía que en los últimos estertores de la muerte pudiese
efectuar aquella diabólica operación, la transferencia psíquica, como ellos lo
llaman.
He permanecido
en el corredor quizás un cuarto de hora, con las manos en los oídos, pero el
rumor de las
anillas de la cortina penetraba igualmente, me hendía el cerebro.
Música, música
de locura y de muerte.
Después, el
silencio. Entonces he vuelto a entrar en la habitación. Estaba muerto.
Tit. orig.: Canis sapiens.
1961
(De LIBROS TAURUS)
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