sábado, 14 de julio de 2012

Acabo de descubrirlo: Lino Aldani



CANIS SAPIENS

Fue una experiencia terrible. No sé cómo co­menzó, sé solamente que cuando la cosa volvió a mi mente pensé en un sueño, en uno de mis acos­tumbrados sueños, quizá más alucinante que los otros por el hecho de que debía estar como una cuba.
Pero tengo el testimonio de mi mujer. Giuditta asegura que no estaba completamente ebrio, y que aquella noche no pegué ojo, estaba demasiado ocu­pado hablándole de mil tiernas cosas y demostrán­dole mi devoción conyugal. Aún esta mañana, por teléfono, ha vuelto a jurármelo.
No sé qué pensar. Si no me quedé dormido, si no cerré los ojos ni siquiera por un instante, la hi­pótesis de que todo fuera un sueño se disuelve en humo. ¿Y entonces? He imaginado mil explicacio­nes, mil conjeturas: hay siempre algo que no encaja, que no se resuelve. ¿Dónde, dónde diablos pasé la noche del sábado? ¿En la cama con mi mujer, u oculto tras las ruinas de la ciudad muerta escu­chando los discursos revolucionarios de un perro de aguas?
Es ridículo, lo sé. Ridículo y terrible. Sin contar además que, si realmente he pasado la noche fuera de casa, esto significa que en mi cama, en mi lu­gar, al lado de mi mujer había alguien que no era yo.
Esta es la terrible realidad, aún más terrible que la de los perros parlantes. Pienso en ello desde hace tres días, desde hace tres días me torturo intentan­do hallar una solución satisfactoria, pero todo es inútil.
Me queda solamente una única explicación: la botella de coñac. Aquella noche mi mujer y yo la habíamos casi vaciado. Quizás estaba ebria tam­bién Giuditta, al menos lo espero con toda el alma: sería todo más sencillo, casi digno de tener en cuenta.
"Estabas borracho — sigo repitiéndome a mí mismo —, y también tu mujer estaba ebria. Habéis dormido profundamente hasta la madrugada, y con los vapores del coñac tú soñaste en tus perros ha­bladores, un sueño como has tenido tantos otros, mientras Giuditta imaginaba pasar una noche de las mil y una noches. Sólo esto."
No es más que una débil esperanza. Sin embar­go, es necesario que me asa a ella con todas mis fuerzas si no quiero que el vértigo de la locura me haga caer en el abismo. E intento mantenerme en calma, no pensar en la terrible eventualidad de que aquello pueda volver a repetirse, aunque hay mo­mentos en los que la desesperación me sofoca. En­tonces querría gritar, correr fuera y advertir a cual­quiera, a la policía, acaso al Gobierno, al primero que pasara, en suma, de que estamos todos en peli­gro, y que si no intentamos remediarlo el fin de todos nosotros está ya sellado.
¡Dios, qué confusión hay en mi cabeza!
Pero procedamos con orden, obre todo orden.
Ocurrió hace tres noches, la noche del sábado. Giuditta se entretuvo yendo de compras y volvió cuando eran las nueve pasadas. Por fortuna traía consigo un paquete: medio pollo, una bolsa de pa­tatas fritas, la botella de coñac.
Buck  había   corrido  en   seguida   al   lado   de Giuditta: frotaba el hocico contra sus pantorrillas y gruñía placenteramente. Recuerdo que durante la cena propuse ir al cine, pero mi mujer dijo que se sentía cansada y que no veía la hora de irse a acostar.
Pese a ello, después de haber comido el pollo y las patatas fritas comenzamos a beber coñac. Giuditta empezó a sentirse alegre y yo por momentos más lo­cuaz al ver que mi mujer parecía interesarse en todo lo que yo decía. Hablé de tantas cosas, de los sueños no porque desde hace un tiempo a esta parte son demasiado extraños y más bien preocupantes, y no quiero que Giuditta se preocupe.
Incluso Buck escuchaba. Cuando hubo termi­nado de mondar los huesos de pollo corrió nueva­mente al lado de Giuditta y allá, echo un ovillo en torno a sus pies, empezó a mirarme con ojos húmedos y muy abiertos. Quizá decía cosas intere­santes incluso para un perro, no lo sé. Sé que me miraba como si comprendiera mi discurso y no quisiera perderse una sola palabra.
Bebimos aún, más continuadamente, y al fin las palabras empezaron a faltarme y mi cabeza a ar­der. Después dieron las doce. Giuditta se levantó entonces, cerró las persianas y bajó las cortinas, y empezó a desvestirse.
Yo tenía calor, la cabeza me ardía y notaba un extraño sentimiento de náusea. Me sentía mal. Mi mujer no se había dado cuenta. Se puso la camisa de noche y vino a sentarse en mis rodillas.
Fue entonces que Buck rechinó los dientes. Un gruñido largo y amenazador que hizo levantarse a Giuditta.
En aquel momento empezó la pesadilla.
Buck gruñía siempre más ferozmente, y Giu­ditta lo intimidaba a irse a su rincón. No sé cuánto tiempo duró la historia. Al fin el perro cambió su gruñido en un ladrido y sacudiendo la cabeza se dirigió al lugar donde tenía su cajón, mientras Giuditta, dándose cuenta finalmente de que yo tenía el rostro empapado en sudor, me llevó casi en volan­das a la cama y se apresuró a desabrocharme el cuello de la camisa. Sentí que me quitaba la chaque­ta, que lentamente me desvestía.
Mis ojos nublados estaban vueltos en dirección a Buck. Lo veía como a través de un velo mi­rarme con dos ojos que parecían dos focos, mien­tras la voz de mi mujer me murmuraba algo al oído, débil y dulcemente, siempre más débil, siem­pre más dulce...
Y de pronto me encontré a obscuras, en el corre­dor. Aún ahora me pregunto cómo fue posible. Ciertamente, mi sueño debió empezar en aquel mo­mento. Pero, ¿y si no fuera así? ¿si no hubiera so­ñado? No puedo, no puedo abandonarme a una su­posición de este género: sería la locura, más pron­to o más tarde. Porque oí a Giuditta gritar: "¡Ven aquí, Buck, vuelve dentro!" Y de pronto, a mis espaldas, tras de la puerta entrecerrada de la es­tancia, oí mi voz, he dicho mi voz, que decía: "Hace tanto calor, deja que salga afuera a tomar un poco el fresco."
Yo no tenía conciencia de lo que hacía. Re­cuerdo solamente que estaba descendiendo las es­caleras.
Me di cuenta cuando, ya abajo, pasé delante de la portería y vi, reflejada en el cristal, la imagen de Buck. Me volví de golpe: estaba solo, no ha­bía ningún rastro de mi perro. Pero su imagen es­taba siempre allá, sobre el cristal de la garita, y se movía y me miraba.
Transcurrieron unos instantes larguísimos an­tes de que me decidiera a pensar en algo. Entonces, una sospecha atroz se apoderó de mí. Quise pasarme la mano por la cara como se hace cuando uno tiene la cabeza insegura, pero tuve que desistir rá­pidamente para no caer de bruces al suelo. La terri­ble realidad se me reveló así de improviso, en todo lo que tenía de horrendo y absurdo.
Lancé un grito horrible, desgarrador: era un perro.

He oído decir que en el momento de la muerte de uno los episodios más sobresalientes de su vida saltan fuera de las nieblas del pasado y un segundo antes del deceso se presentan en nuestra mente, como un mágico caleidoscopio con cuya visión se apaga la última chispa de nuestra existencia.
Pero yo no he tenido necesidad de morir para experimentar todo esto. Mientras el grito humano surgía de mi garganta, diez, cien recuerdos sal­taron fuera como el bau-bau de una caja de sorpre­sas. Pero quizá verse uno repentinamente transfor­mado en su propio perro sea más que morir. Sin embargo, en aquel mi ahora cuerpo canino, tuve el coraje de inspeccionarlo todo, de arriba abajo. Des­pués me acurruqué contra el muro y lloré; pero lo que emitía no era más que un lloriqueante au­llido de perro apaleado. Intenté hablar: un ladrido me salió de la garganta. Entonces maldije, y la im­precación no fue más que un gruñido, que vibró por todo el pasillo.
Una cosa sin embargo era cierta. No obstante la metamorfosis era siempre yo, yo... con todas mis facultades mentales, mis recuerdos, mi expe­riencia de hombre. Intenté darme valor, aquella forma de licantropía no podía durar para siem­pre, tras algunas horas mi cuerpo debería volver a tomar sin más su aspecto humano.
De golpe se abrió la puerta de la escalera y apa­reció Kira. No he sentido nunca mucha simpatía por la perra de la señora Kovac: ronda continua­mente en torno a Buck, lo distrae, se lo lleva siem­pre detrás como compañero en sus correrías de bes­tia vagabunda.
Kira me miró fijamente por algunos instan­tes, después se me acercó. Recordé entonces que yo era un perro, el suyo. Todo el barrio sabe que la perra de la señora Kovac y Buck se entienden. Y cuando Kira me habló no sentí ningún asom­bro: había recibido hacía poco un golpe emotivo demasiado violento como para sentir ahora alguna otra emoción. Por otra parte, siempre había imagi­nado que los perros sabían hacerse comprender en­tre sí.
–Temía que te hubiesen atado a la pata de la mesa – ladró la perra –. ¿Cómo ha sido este re­traso?
No respondí. Encontrar una justificación era más bien fácil, pero... ¿hubiera sabido hacerme comprender?
Kira se me acercó aún más hasta rozarme. –¿Qué pasa? ¿No me das un beso esta noche? Instintivamente le mordisqueé una oreja. Ki­ra gruñó placenteramente.
–Si alguien no viene pronto a abrir la puerta, llegaremos tarde a la reunión – dijo, volviendo a la compostura –. ¿Sabes la hora que es?
–Pasada medianoche – respondí temblando. –Entonces deberemos darnos prisa: la reunión está fijada para la una.
Me comprendía. Fuimos a escondernos en el án­gulo más obscuro del corredor. Me sentía absorbido en algunas reflexiones en torno al lenguaje canino y a aquella misteriosa reunión de la cual Kira ha­bía hablado, cuando la puerta se abrió.
–¡Rápido! – ladró Kira. Y se precipitó a la carrera hacia la salida. La seguí sin dudar ni un instante, mientras reconocía a Dolly Grant que re­gresaba a casa acompañada de un joven. En el um­bral se estaban dando el beso de despedida. Kira y yo pasamos como dos saetas entre sus piernas, y nos hallamos fuera.
Era una noche de luna llena, y el asfalto se des­lizaba rápido bajo los almohadones suaves y blan­dos de mis cuatro extremidades. Cuando se corre con los ojos a veinte centímetros del suelo, lo que se experimenta es algo sorprendente, parangonable sólo en parte a la sensación del ciclista que, ebrio de velocidad, observa tras los pedales y ve la ca­rretera escaparse rápidamente de su vista en una fantasmagórica sucesión de líneas iridiscentes. Ca­da guijarro, cada protuberancia o hueco del terre­no, las colillas de los cigarrillos, los envoltorios arrugados de los caramelos parecía como si se des­lizaran dentro de mi hocico tendido y se abisma­ran en mi vientre que todo lo engullía.
Kira era demasiado veloz. Varias veces estuve a punto de gritarle algo para que aflojara un poco la marcha, pero siempre el miedo de que sospecha­ra algo me contuvo. Corría, con el aliento que au­mentaba continuamente de ritmo, la lengua colgan­te, tan larga que podía verla, rosa, punteada de negro.
Terminaron las fábricas, terminaron los faroles iluminados, y el campo profundo y negro se abrió delante de nosotros. Por unos instantes seguimos la carretera provincial, con la monótona sucesión de sus mojones de piedra blancos, sepulcrales. Después, incluso el asfalto se terminó: Kira ha­bía tomado un caminillo estrecho y tortuoso que se perdía en el campo. No se detenía nunca. Corría a grandes zancadas a través de los cultivos, saltaba zanjas y vallas, salvaba los obstáculos y las gibo­sidades del terreno, velocísima, imposible de detener. Y yo siempre detrás, preocupado de no retra­sarme ni un solo metro.
¿Por qué la seguía? No sé, quizá tenía miedo de quedarme solo, de reflexionar, encerrado con llave dentro de aquella prisión de carne velluda; o tal vez mis instintos estaban también transformándose. ¿Corría, quizás, tras de Kira porque la deseaba? Aquella hipótesis me horrorizaba. No había dudas, era yo, yo, siempre yo, aquel miserable hombre que siempre he sido, atado por una camisa de fuerza tejida de hueso, nervios y músculos que no eran míos, asquerosa como la lúbrica caricia de una sanguijuela.
Comprendí que debía dejar inmediatamente de pensar. Lo mejor que podía hacer era aturdirme con la carrera, apartando de mi mente cualquier pensamiento humano, dejando que las imágenes del paisaje nocturno la invadieran totalmente y ahogaran el miedo. Debía pensar en correr, tan sólo en correr.
Y la carrera era frenética. Íbamos siguiendo una acequia flanqueada por una larga fila de cipreses. El terreno estaba húmedo y blando, y yo probé de respirar a pleno pulmón el aire punzante de olo­res de fango y putrefacción que procedía de la tierra macerada, de la humedad de la madera y de las hojas caídas.
Así era mejor. Debía aturdirme, mirar lo que me rodeaba.
Y vi pasar sobre nosotros, silenciosamente, los cipreses, apresurados frailes encapuchados que co­rrían en fila india al convento. Alargué la zancada y dejé que los tallos de la hierba, como lascivas manos de terciopelo, dejaran en mi vientre su suave, interminable caricia. Las luces pálidas, allá a lo lejos, de la ciudad adormecida parecían como encerradas bajo una cúpula de cristal fosforescente. Y las luciérnagas, ¡cuántas luciérnagas! Sur­gían de los arbustos de las acacias, de los matorra­les de las hiedras, y se agitaban ciegamente con su inútil luz, incomprensiblemente silenciosas. Se ale­jaban, volvían a juntarse, después nuevamente se alejaban engullidas por el pozo de sombra de la zanja, por las manchas negras de la olorosa vegeta­ción, de los cipreses rematados por cabelleras como de negro algodón. Eran una legión intermina­ble. Eran el polvo luminoso de la noche que se des­parramaba sobre la niebla extendida sobre el pra­do, allá, hasta el horizonte, confundiéndose con la del cielo.
Un tren pasó traqueteante allá a lo lejos, invi­sible; su silbido largo, reiterado, parecía un lúgu­bre reclamo venido desde una imposible lejanía. Después, incluso el último ciprés huyó a nuestras espaldas y la amarillenta luna apareció en medio del cielo con su guiño de zíngara ebria. Otra valla, aún una zanja, y luego un prado que parecía inter­minable. Después, las ruinas de la ciudad muerta aparecieron, tenues, burdas, enhiestas, gibosas, per­files enigmáticos que se recortaban en la cúpula del cielo.
Kira se detuvo finalmente. Habíamos llegado.

–Amigos perros de todas las edades y de todas las razas, de todas las condiciones y rangos, de san­gre pura y bastarda, escuchad. Cuando el sol se esconde en el horizonte es hermoso ver salir la luna, y cuando el árbol se pudre la vista de los nuevos vástagos es motivo de gozo. Alegraos, ¡oh amigos!, porque en verdad os digo que la hora de la revolución es inminente.
–¡Bau! – respondió entusiásticamente la asam­blea.
–¡Bau! – gritó Kira, levantándose sobre las patas traseras. Yo, sin embargo, no me moví. Yacía en las sombras con todos los músculos relajados, recostado y con las orejas enhiestas. Estábamos en medio de un círculo de ruinas, al menos una cen­tena de perros, o quizás más. No tuve tiempo de contarlos porque, apenas llegado al claro, un perro pelón saltó sobre lo alto de unas ruinas y ordenó silencio. Después presentó a todos nosotros a un viejo perro de aguas, miembro del Gran Consejo, que tenía importantes noticias que comunicar. Y ahora el perro hablaba, con voz segura y esten­tórea.
–A los más jóvenes, a todos los que están toda­vía bajo los perjuicios y se sienten aún esclavos de su instinto, les diré que ha llegado el momento de desembarazarnos de aquel pesado lastre de plomo que desde hace milenios llevamos atado a nuestra cola. La cuadriga alada de la historia ha llegado al límite de la perdición. A aquellos entre vosotros que son los más fieles les diré que la bondad y la fidelidad en este supremo momento han de ser condenadas.
"No podemos permitir más, ¡oh, amigos!, el morir de pena sobre la tumba de nuestros amos. ¿Para qué ha servido defender a los hombres de los peligros y de las fieras, para qué ha servido proteger sus rebaños de las manadas de lobos fa­mélicos, para qué ha servido aceptar la muerte en sus satélites experimentales y cambiar los golpes, el pan seco y los huesos ya mondos con la fidelidad y la abnegación?
"En verdad, ¡oh amigos!, yo os digo que el hombre es el más grande error de la naturaleza. Cuando surgió de las nieblas del principio, vaci­lante e inconsciente, y sintió la necesidad de un alma, todos los animales más despreciables, del lobo a la serpiente, de la hiena al vampiro, compitieron por fabricarle una. Vosotros conocéis el alma humana: es la bodega de todos los vicios y crueldades, es una llaga purulenta y cancerosa que no podrá curarse nunca. En vano lo hemos espe­rado por tanto tiempo: los mejores entre los hom­bres mismos han soñado en esta sublime ilusión, y sus palabras escritas en el viento fueron por el viento dispersadas en una apocalipsis de terror y de sangre. Buda, Sócrates, Cristo, arrebatados en una paradisíaca visión de verdad y de belleza, no tenían nada de humano; por eso los hombres no los han comprendido, por eso los han escarnecido o asesinado. Daos cuenta, amigos. El hombre es la más bestia de todas las bestias, el hombre es la bestia por excelencia. Y debe morir."
Una ovación frenética se elevó del claro. Había quien se revolcaba sobre la hierba, quien saltaba a la grupa de su vecino, algunos se habían echado panza arriba y gesticulaban vertiginosamente con las cua­tro patas en prueba de entusiasmo, otros realiza­ban prodigios de equilibrio sosteniéndose tan sólo sobre las posteriores o dando saltos sobre una sola pata como chiquillos. Vi un grupo de cachorros presos incluso ellos por el entusiasmo, correr en círculo, cada uno cogiendo entre los dientes la cola de su compañero; oí aullidos de satisfacción, ladridos y gruñidos de regocijo. Parecían locos. El viejo perro, desde lo alto de sus ruinas, tuvo que chillar no poco para volverlos al orden.
–Sí, amigos – pudo al fin continuar con voz conmovida –, el hombre debe morir. Cuando aquel a quien la naturaleza ha querido colocar sobre el lugar más alto se nutre de locura, cuando la cegue­ra mental ofusca la mente del que lleva la antorcha de la razón, alguien debe surgir, asestar el golpe mortal y arrebatarle de la mano la antorcha para llevarla hasta la meta. Amigos, somos nosotros los herederos legítimos del género humano; nuestro debe ser el mundo que el hombre ha conquistado y que ahora está destruyendo, nuestra es la res­ponsabilidad del progreso.
Iba a ser nuevamente interrumpido por una salva de aplausos, pero levantó a tiempo una pata, y tras un murmullo que se extingue rápidamente pudo reemprender el discurso.
–Como nuestros sabios han aconsejado siem­pre, podríamos esperar pacientemente a que el hombre se autodestruya. Estos estúpidos e incons­cientes animales, cuya bondad e inteligencia se manifiesta solamente a rachas, sienten sus impul­sos sexuales desde el primero al último día del año, sin conseguir todavía, egoístas como son inclu­so en el amor, frenar su lujuria. ¡Y procrean cons­tantemente, esos estúpidos! Cada día su número aumenta en cincuenta mil, de manera que dentro de medio siglo la Tierra estará ya exhausta y no podrá ya nutrirlos suficientemente, y entonces mori­rán todos de hambre o destruidos por las armas mortíferas que usarán para eliminarse mutuamente en busca del escaso alimento.
"Esta es la situación, amigos. En vez de erigir un monumento al inventor de los anticonceptivos, los hombres se han apresurado a conceder el pre­mio Nobel a los científicos atómicos. Que hagan lo que quieran. Son libres de morir de hambre o de matarse mutuamente. Pero nosotros no quere­mos seguir la misma suerte. No podemos esperar más a que cualquier cretino, perdido en algún leja­no laboratorio de Siberia o de América, provoque el desastre en un momento de descuido o de locura. Una explosión atómica incontrolada con una reac­ción en cadena, y adiós mundo. La capa atmosfé­rica que circunda el globo ardería rápidamente en una llamarada de incandescencia y sería la muerte para todos, incluso para nosotros. Aun admitien­do que en esta conflagración murieran solamente los hombres, deberíamos esperar milenios antes de que nuestra conformación física pudiera sufrir aquella lenta evolución sin la cual es vano esperar conquistar el mundo. Y mientras aguardábamos los simios, esos absurdos animales curiosamente parecidos al hombre, tendrían todo el tiempo de reducirnos a su merced.
"¿Para qué sirve ser más inteligentes que el hombre y los primates, si no gozamos como ellos de la posición erecta y de la oponibilidad del dedo pulgar? No podremos jamás construir una astro­nave o guiar un helicóptero. Y todos vosotros sa­béis cómo tan sólo la lectura o la escritura, en nuestras actuales condiciones físicas, son ya cosas bastante gravosas e incómodas."
Hubo un estremecimiento por toda la asamblea. Kira se me acercó aún más y frotó su cabeza en mi cuello. Yo no comprendía gran cosa de lo que aquel perro estaba diciendo. Sólo tenía la impre­sión de haber oído ya otras veces aquellas palabras o de haberlas leído en algún sitio... Cierto, aquel perro sabía su oficio, era elocuente y su discurso estaba lleno de fascinación.
–Yo os digo que no podemos esperar más. – Su voz era vibrante "y llena de incitamientos –. Es preciso salir al paso del tiempo, hacer de modo que los acontecimientos se precipiten. Afortunada­mente los más dotados de entre nosotros conocen ya suficientemente la técnica de la transferencia psí­quica. Es una técnica que está aún lejos de ser per­fecta, pero con la cual se pueden lograr milagros. Aquellos de entre vosotros que la conocen ya bastan­te deberían acelerar los cursos de adiestramiento para los cachorros y para los más jóvenes, porque os digo que el Gran Día es inminente. Os ruego, sin embargo, por el momento, que no efectuéis aisla­damente la transferencia, ni siquiera a título de en­sayo, ni siquiera por motivos personales, aunque sea tan sólo por pocas horas. Nuestros expertos están estudiando a fin de encontrar el modo, una vez rea­lizada la transferencia, de reducir la vida psíquica del hombre a la simple expresión vegetativa. Sólo entonces actuaremos, todos a la vez. Los hombres sufrirán así su merecido castigo: quedarán para siempre aprisionados en nuestros cuerpos caninos, inocuos e inconscientes, ignorantes de haber vivido una vez en los cuerpos humanos, aquellos cuerpos que pertenecen por derecho al más bueno, al más inteligente, al más fuerte.
Una gran salva de aplausos partió hacia las estrellas. Tuve que asistir nuevamente a las demos­traciones de entusiasmo, a los saltos y a los juegos de equilibrio. Al fin volvió el silencio y el orador pudo pronunciar sus palabras de despedida: debía dar su discurso a otro grupo distante una veintena de kilómetros, e iba ya bastante retrasado.
Mientras tanto, el perro que había presentado al conferenciante había salido a las ruinas y había llamado a reunión a los instructores.
–Vamos – dijo Kira. Yo era un instructor. Me indicó un grupo de cachorros que, en un án­gulo, retozaban alegremente sobre la hierba: sa­bían que pronto iban a convertirse en verdaderos chiquillos. Vi a Kira alejarse seguida de un grupo de jóvenes fox-terrier, después otros y otros aún que se instalaban a la sombra de las ruinas, cada uno rodeado de un grupo de cachorros.
Los cachorros de mi grupo continuaban jugan­do en la hierba. Era extraño, pero entonces pensé que el estudio debía ser una cosa molesta incluso para un perro. Y me fui. Sí, me alejé, no porque no sintiese deseos de colaborar a la causa canina; en aquel momento, después del entusiasmante dis­curso del perro de aguas, me sentía más bien perro que hombre; pero, ¿qué decirles a los cachorros? Me sentía humillado, como hombre y como perro.
Me tendí al lado de la acequia de los cipreses, quizás una milla lejos de las ruinas donde los perros estaban reunidos. La luna declinaba y las luciérna­gas continuaban entrando y saliendo de entre los matorrales con su lucecilla verdosa, intermitente. El tren invisible pasó aún otra vez, lejanísimo; su silbido, lúgubre como la invocación de un fantas­ma, me hizo estremecer. Después llegó la tristeza, furtiva y obsesionante. Y fui uno con mis pro­pios pensamientos.
¡Con qué maldita perfidia lo había preparado Buck todo! Había tomado mi cuerpo, y me había cedido el suyo. Era inútil reclamar: para mí los tristes efectos de la revolución se habían manifes­tado antes incluso de que comenzara.
Por un rato fantaseé acerca del mundo que iba a venir. ¡Oh!, los perros harían las cosas bien, estaba convencido de ello; pero sería un mundo donde los hombres, a causa de su maldad, no ten­dría derecho a la ciudadanía; y yo, por muy cautivo que estuviera, era aún un hombre, y por eso no lo aprobaba. Después los pensamientos me abandona­ron, y casi me adormecí. De pronto oí un rumor a mis espaldas. Era Kira. La reunión debía haber terminado, y ella había ciertamente olfateado mi pista.
–Buck – dijo en un soplo, y su voz sonaba como un reproche materno –. Buck – repitió afligida –, ¿por qué lo has hecho, Buck? Aban­donar así a los pequeños... Has estado egoísta y perverso, más cruel que un hombre...
Me había vuelto a mirarla. Tenía unos ojos in­tensos y luminosos, velados de melancolía.
–¿En qué piensas? – preguntó de pronto, con voz que traicionaba una secreta sospecha.
No supe qué responder: escuchaba a la acequia que sollozaba, quejosa, melodiosa, y pensaba nueva­mente en el hombre, en el hombre que pronto iba a ser expulsado, por segunda vez, del paraíso terrenal.
–¡Es en Giuditta en quien piensas! – ladró rabiosamente –. ¡Confiésalo! Estás pensando en tu ama, es por ella que estás aquí, triste y taci­turno...
Me vinieron ganas de reír, pero me contuve.
–Te volverá loco aquella mujer, antes o des­pués. – Se había acercado con un salto felino y empezó a mordisquearme la oreja –. Escúchame – dijo anhelosamente –, ¿quieres que me trans­forme en ella cuando llegue el Gran Día? Respon­de: ¿quieres? Haré lo que tú me digas. Y si cuando llegue aquel día Giuditta ya no te gusta, indícame la mujer que quieres que me ceda su cuerpo. Sólo querría que tú te transfirieras a aquel espanta­pájaros de tu amo, nunca me ha gustado. En cam­bio, aquel joven del cuarto piso, aquel que toca el violín... ¡Oh, Buck! Verás lo felices que vamos a ser para siempre, tú en el cuerpo del violinista y yo en el de Giuditta.
Me lamía suavemente el cuello, y su aliento me llegaba a las narices, molesto, intolerable. Me vi obligado a retirarme. Entonces Kira empezó a dar vueltas sobre sí misma en las sombras, en un delirio de desesperación. Sus aullidos eran desga­rradores, conmovedores. Sentí un dolor profundo en el corazón, aquel desesperado grito de amor comenzó a revolucionarme el alma. Quizás el perro de aguas tenía razón, tal vez la inteligencia y la bondad de nosotros los hombres se revelaban espo­rádicamente sólo a veces, no lo sé. Sé solamente que en un arrebato de profunda compasión sentí la necesidad de decirle algo a aquella pobre perra enamo­rada. Y me le acerqué.

Era casi el alba cuando emprendimos el camino de regreso. Me sentía casi totalmente privado de la voluntad, aunque el pensamiento permanecía, límpi­do, pero dispuesto sin embargo a sacar tan sólo conclusiones que me aterrorizaban. Ciertamente la técnica de la transferencia no era perfecta, aquel bastardo de mi perro no la conocía a fondo, de otro modo me habría transformado en un vegetal ambulante incapaz de pensar y de recordar mi pasado de hombre.
Corría detrás de Kira, a lo largo de las sendas y de los prados, y me preguntaba qué era lo que estaría haciendo en aquellos momentos Buck, el verdadero Buck. Aunque me había resignado a mi suerte, no sabía qué cosa me empujaba a co­rrer ahora hacia la casa, una casa que ya no era la mía y donde iba a ser tratado como un perro.
Fue cuando llegamos a la carretera asfaltada. Me entretenía contando los mojones más que nada para romper la monotonía de la carrera, cuando el terrible pensamiento me golpeó de improviso.
"Te volverá loco aquella mujer, antes o des­pués", había dicho Kira. Fue una sacudida atroz, que me retorció las vísceras y estuvo a punto de helar mi cerebro. Noté que había algo que no mar­chaba en mi interior, quizás la razón, no sé... Algo me golpeó dentro de la cabeza y nubló mi vista.
Gruñí dos o tres veces y Kira se detuvo, sor­prendida, aguardándome. Entonces eché a correr a toda velocidad, enloquecido, devoré la carretera a un tren de marcha impresionante. Kira quedó atrás, sorprendida, y a pesar de su velocidad no pudo alcanzarme. Sentía ansia, ansia de saltarle a la garganta a aquel perjuro y despedazarlo.
Casi era de día cuando llegué a los primeros edificios. En la primera curva embestí a un hombre que iba en bicicleta. Cayó al suelo, maldiciendo. Pasé bajo un carro de hortalizas que atravesaba la calle y corrí hacia el final, al edificio rojo, a mi casa. Llegue a la escalera con las piernas que me dolían, parecía como si las tuviera hechas pedazos. La cabeza me estallaba, apenas distinguía los pelda­ños. Tropezaba continuamente, a cada momento. Llegué arriba sin una pizca de aliento. La puerta estaba tan sólo entornada, y también la otra, la del dormitorio. Tuve un instante de vacilación, después reuní mis fuerzas y entré.
Estaba allá, él estaba allá, sentado en la cama, buscando las zapatillas. Su aspecto era desagrada­ble, en ropa interior y delgado como un palo, con el rostro soñoliento, embrutecido. De sus labios pendía un cigarrillo apagado.
Hice ademán de saltarle a la garganta, pero me sentí clavado contra el suelo. Porque él había em­pezado a mirarme, a mirarme con aquellos sus ojos estúpidos, y continuaba... continuaba... no me quitaba ni un momento la vista.
No sé nada más. Recuerdo tan solo que encendí el cigarrillo y me calcé las zapatillas. Y niebla, nie­bla, niebla en la cabeza, y una enorme sed de beber agua fresca. Iba a levantarme: quería ir a la cocina a tomar un poco de agua, cuando mi mujer me cogió por un brazo. Con voz soñolienta dijo: "¡Que­rido, oh querido! Ha sido magnífico."
La miré sorprendido, pero la niebla no quería disiparse de mi cerebro. Miré también al perro: estaba encogido en su rincón preferido y por un momento me pareció que tenía la lengua fuera, colgante, como cuando está sin aliento tras una ca­rrera. Entonces el film de aquella noche volvió a mí, recordé de pronto aquella carrera endiablada, Kira, el discurso del perro de aguas, lo recordé todo...
–Qué extraño sueño – murmuré para mí. Pero Giuditta seguía diciéndome que no había cerrado los ojos, que nunca como aquella noche yo...
Incluso esta mañana me lo ha repetido por telé­fono. ¡Ha sido un sueño, lo sé! Un delirio de la em­briaguez, todo por culpa de aquella botella de co­ñac. Pero aquí, en el fondo de mi mente, hay algo que me dice que no es verdad. La verdad, terrible, se hace más evidente de hora en hora, y no puedo seguir engañándome a mí mismo. Que hagan la revolución, que hagan estallar mil bombas atómi­cas, que nos transformen en vegetales. ¡No me im­porta! Una sola cosa es la que me barrena la cabe­za: ¡el pensamiento de que aquel bastardo ha esta­do al lado de mi mujer, toda una noche, en mi lugar!

Y lo he matado. Esta mañana, a las nueve. No podía resistir más, no quería volverme loco. Así que he preparado un lazo y lo he fijado a la barra de la cortina. Después lo he llamado dentro, y ha venido corriendo con un aire de contento que me ha dado miedo. Terminado su almuerzo, lo he tomado entre los brazos y lo he levantado hasta la altura del nudo corredizo. Le he hecho pasar la cabeza con circunspección, después he cerrado los ojos y lo he soltado.
Lo he visto agitarse espasmódicamente con la boca llena de baba y dos ojos grandes y rojos como dos focos. Entonces he huido al corredor para no sentirme mirado por aquellos ojos: temía que en los últimos estertores de la muerte pudiese efectuar aquella diabólica operación, la transferencia psíqui­ca, como ellos lo llaman.
He permanecido en el corredor quizás un cuarto de hora, con las manos en los oídos, pero el rumor de las anillas de la cortina penetraba igualmente, me hendía el cerebro.
Música, música de locura y de muerte.
Después, el silencio. Entonces he vuelto a entrar en la habitación. Estaba muerto.

Tit. orig.: Canis sapiens.

 1961

(De     LIBROS   TAURUS)




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