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Algo sobre la escritora:
Tiene varios libros escritos: El Progreso del Amor;
Escapada; Odio, Amistad, Noviazgo, Amor, Matrimonio; El Amor de una Mujer
Generosa; La Vista desde Castle Rock; Secretos a Voces. Ha sido galardonada con
varios importantes premios y también ha sido candidata al nobel. Sino la
conocen, los invito a leerla y descubrir esos mundos femeninos que se escapan
de lo cotidiano y nos abren múltiples puertas.
Fragmento: Escapada del relato del mismo nombre
Por Alice Munro
Sylvia no tenía nada que hacer en la casa más que
abrir las ventanas. Y Pensar – con una ansiedad que la consternaba sin
sorprenderla demasiado – cuánto tardaría en poder ver a Carla.
Toda la parafernalia de la enfermedad había
desaparecido. El cuarto que fuera dormitorio de Sylvia y su marido – luego
convertido en cámara mortuoria -, estaba limpio, ordenado para que pareciera
que allí no había pasado nunca nada. Carla le ayudó en esa faena durante los
pocos días frenéticos transcurridos entre la cremación del marido y la partida
de Sylvia rumbo a Grecia. Las prendas de ropa que León había usado y algunas
que no se había puesto nunca – incluso regalos de las hermanas que jamás
salieron de los paquetes -, fueron apiladas en el asiento trasero del coche y
entregadas en la tienda de segunda mano Sus píldoras, sus enseres de afeitarse,
las latas sin abrir de tónicos que lo sostuvieron tanto tiempo como fue
posible, los paquetes de galletas de sésamo que una vez comiera adocenas, los
frascos de plástico llenos de una loción que le aliviaba el dolor de espalda,
las pieles de cordero donde yacía… Todo eso fue a parar a bolsas de plástico
arrastradas afuera como la basura, sin que Carla cuestionara nada. Nunca dijo,
“A lo mejor alguien podría usar eso”, ni señaló que cartones enteros de latas
estaban sin abrir. Cuando Sylvia dijo, “Querría no haber llevado la ropa al
pueblo. Querría haberlo quemado todo en el incinerador”, Carla no se mostró
sorprendida.
Limpiaron el horno, restregaron las alacenas,
enjuagaron paredes y ventanas. Un día Sylvia estaba en el salón repasando las
cartas de pésame recibidas. (No había papeles acumulados ni libretas que fuera
necesario revisar, como sería de esperar tratándose de un escritor. No había
trabajos sin terminar ni borradores garabateados. Meses antes él le había dicho
que había tirado todo. “Sin contemplaciones.”) La pared en declive de la
fachada sur de la casa tenía grandes ventanales. Sylvia levanto los ojos,
sorprendida por la sombra de Carla, las piernas desnudas, los brazos desnudos
en lo alto de la escalera, la cara resulta coronada con un rizo de pelo color
diente de león, demasiado corto para la trenza. Rociaba y restregaba
vigorosamente el cristal. Cuando vio que Sylvia la miraba se detuvo, extendió
los brazos como si estuviera despatarrada allí y puso cara de gárgola tontucia.
Las dos se echaron a reír. Sylvia sintió que esa risa la recorría de pies a
cabeza como una corriente juguetona. Volvió a sus cartas y Carla reanudó la
limpieza. Decidió que todas esas palabras amables – sinceras o de cumplido,
elogiosas o compungidas – podían seguir el camino de las pieles de cordero y
las galletas.
Cuando oyó que Carla apartaba la escalera y se
quitaba las botas en la terraza se sintió de pronto cohibida. Se quedó donde
estaba con la cabeza inclinada mientras Carla entraba en la habitación camino
de la cocina, para meter el cubo y los trapos bajo el fregador. Carla apenas
hizo un alto, era rápida como los pájaros, pero de refilón dejó caer un beso en
la cabeza inclinada de Sylvia. Siguió de largo silbando algo casi inaudible.
Desde entonces Sylvia no se quitaba el beso de la
mente. No tenía ningún significado particular. Era una manera de decir “ánimo”
o “casi he acabado”. Significaba que eran buenas amigas, que habían hecho
juntas muchas tareas dolorosas. O quizá sólo que había salido el sol. Que Carla
pensaba volver a su casa y ocuparse de los caballos. Sin embargo, Sylvia lo
consideró un florecimiento halagüeño, cuyos pétalos se le desparramaban por
dentro tumultuosa calidez, como sofocón menopáusico.
Era frecuente que entre sus alumnas de cualquiera
de las clases de botánica hubiera alguna especial, una cuya inteligencia,
dedicación y torpe egotismo – hasta cierta genuina pasión por el mundo de la
naturaleza – le recordara su juventud. Esas chicas merodeaban a su alrededor,
la idolatraban, esperaban alguna suerte de intimidad que, en la mayoría de los
casos, ni siquiera imaginaban. Y no tardaban en crisparle los nervios.
Carla no se parecía en nada a ellas. Si a alguien
se semejaba en la vida de Sylvia, sería a ciertas chicas conocidas en el
instituto: las que eran brillantes, pero nunca demasiado brillantes; buenas
atletas, pero no exageradamente competitivas; vitales, pero bravuconas. Alegres
por naturaleza...